Venerables Hermanos en el
episcopado
y en el sacerdocio,
queridos hermanos y
hermanas:
1. El día del Señor - como ha sido llamado
el domingo desde los tiempos apostólicos - ha tenido siempre, en la historia de
la Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el
núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la
sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua
de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la
muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la « nueva
creación” (cf. 2 Co 5,17). Es el día de la evocación adoradora y agradecida del
primer día del mundo y a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del «
último día”, cuando Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y «
hará un mundo nuevo” (cf. Ap 21,5).
Para el domingo, pues, resulta adecuada la
exclamación del Salmista: « Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra
alegría y nuestro gozo” (Sal 118 [117],24). Esta invitación al gozo, propio de
la liturgia de Pascua, muestra el asombro que experimentaron las mujeres que
habían asistido a la crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro « muy
temprano, el primer día después del sábado” (Mc 16,2), lo encontraron vacío. Es
una invitación a revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos
discípulos de Emaús, que sentían « arder su corazón” mientras el Resucitado se
les acercó y caminaba con ellos, explicando las Escrituras y revelándose « al
partir el pan” (cf. Lc 24,32.35). Es el eco del gozo, primero titubeante y
después arrebatador, que los Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo
día, cuando fueron visitados por Jesús resucitado y recibieron el don de su paz
y de su Espíritu (cf. Jn 20,19-23).
2. La resurrección de Jesús es el dato
originario en el que se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14): una gozosa
realidad, percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente
atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de ver al Señor resucitado;
acontecimiento que no sólo emerge de manera absolutamente singular en la
historia de los hombres, sino que está en el centro del misterio del tiempo. En
efecto, - como recuerda, en la sugestiva liturgia de la noche de Pascua, el
rito de preparación del cirio pascual—, de Cristo « es el tiempo y la eternidad”.
Por esto, conmemorando no sólo una vez al año, sino cada domingo, el día de la
resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo que constituye
el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del
principio y el del destino final del mundo.
Hay pues motivos para decir, como sugiere la homilía
de un autor del siglo IV, que el « día del Señor” es el « señor de los días”.
Quienes han recibido la gracia de creer en el Señor resucitado pueden descubrir
el significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacía decir a
san Jerónimo: « El domingo es el día de la resurrección; es el día de los
cristianos; es nuestro día”. Ésta es efectivamente para los cristianos la «
fiesta primordial”, instituida no sólo para medir la sucesión del tiempo, sino
para poner de relieve su sentido más profundo.
3. Su importancia fundamental, reconocida
siempre en los dos mil años de historia, ha sido reafirmada por el Concilio
Vaticano II: « La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en
el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada
ocho días, en el día que se llama con razón "día del Señor" o domingo”.
Pablo VI subrayó de nuevo esta importancia al aprobar el nuevo Calendario
romano general y las Normas universales que regulan el ordenamiento del Año
litúrgico. La proximidad del tercer milenio, al apremiar a los creyentes a
reflexionar a la luz de Cristo sobre el camino de la historia, los invita
también a descubrir con nueva fuerza el sentido del domingo: su « misterio”, el
valor de su celebración, su significado para la existencia cristiana y humana.
Tengo en cuenta las múltiples intervenciones del
magisterio e iniciativas pastorales que, en estos años posteriores al Concilio,
vosotros, queridos Hermanos en el episcopado, tanto individual como
conjuntamente - ayudados por vuestro clero - habéis emprendido sobre este
importante tema. En los umbrales del Gran Jubileo del año 2000 he querido
ofreceros esta Carta apostólica para apoyar vuestra labor pastoral en un sector
tan vital. Pero a la vez deseo dirigirme a todos vosotros, queridos fieles,
como haciéndome presente en cada comunidad donde todos los domingos os reunís
con vuestros Pastores para celebrar la Eucaristía y el « día del Señor”. Muchas
de las reflexiones y sentimientos que inspiran esta Carta apostólica han
madurado durante mi servicio episcopal en Cracovia y luego, después de asumir
el ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, en las visitas a las
parroquias romanas, efectuadas precisamente de manera regular en los domingos de
los diversos períodos del año litúrgico. En esta Carta me parece como si
continuara el diálogo vivo que me gusta tener con los fieles, reflexionando con
vosotros sobre el sentido del domingo y subrayando las razones para vivirlo
como verdadero « día del Señor”, incluso en las nuevas circunstancias de
nuestro tiempo.
4. Nadie olvida en efecto que, hasta un
pasado relativamente reciente, la « santificación” del domingo estaba
favorecida, en los Países de tradición cristiana, por una amplia participación
popular y casi por la organización misma de la sociedad civil, que preveía el
descanso dominical como punto fijo en las normas sobre las diversas actividades
laborales. Pero hoy, en los mismos Países en los que las leyes establecen el
carácter festivo de este día, la evolución de las condiciones socioeconómicas a
menudo ha terminado por modificar profundamente los comportamientos colectivos
y por consiguiente la fisonomía del domingo. Se ha consolidado ampliamente la
práctica del « fin de semana”, entendido como tiempo semanal de reposo, vivido
a veces lejos de la vivienda habitual, y caracterizado a menudo por la
participación en actividades culturales, políticas y deportivas, cuyo
desarrollo coincide en general precisamente con los días festivos. Se trata de
un fenómeno social y cultural que tiene ciertamente elementos positivos en la
medida en que puede contribuir al respeto de valores auténticos, al desarrollo
humano y al progreso de la vida social en su conjunto. Responde no sólo a la
necesidad de descanso, sino también a la exigencia de « hacer fiesta”, propia
del ser humano. Por desgracia, cuando el domingo pierde el significado
originario y se reduce a un puro « fin de semana”, puede suceder que el hombre
quede encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el «
cielo”. Entonces, aunque vestido de fiesta, interiormente es incapaz de « hacer
fiesta”.
A los discípulos de Cristo se pide de todos modos que
no confundan la celebración del domingo, que debe ser una verdadera
santificación del día del Señor, con el « fin de semana”, entendido
fundamentalmente como tiempo de mero descanso o diversión. A este respecto,
urge una auténtica madurez espiritual que ayude a los cristianos a « ser ellos
mismos”, en plena coherencia con el don de la fe, dispuestos siempre a dar
razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3,15). Esto ha de significar
también una comprensión más profunda del domingo, para vivirlo, incluso en
situaciones difíciles, con plena docilidad al Espíritu Santo.
5. La situación, desde este punto de vista,
se presenta más bien confusa. Está, por una parte, el ejemplo de algunas
Iglesias jóvenes que muestran con cuanto fervor se puede animar la celebración
dominical, tanto en las ciudades como en los pueblos más alejados. Al contrario,
en otras regiones, debido a las mencionadas dificultades sociológicas y quizás
por la falta de fuertes motivaciones de fe, se da un porcentaje singularmente
bajo de participantes en la liturgia dominical. En la conciencia de muchos
fieles parece disminuir no sólo el sentido de la centralidad de la Eucaristía,
sino incluso el deber de dar gracias al Señor, rezándole junto con otros dentro
de la comunidad eclesial.
A todo esto se añade que, no sólo en los Países de
misión, sino también en los de antigua evangelización, por escasez de
sacerdotes a veces no se puede garantizar la celebración eucarística dominical
en cada comunidad.
6. Ante este panorama de nuevas situaciones y
sus consiguientes interrogantes, parece necesario más que nunca recuperar las motivaciones
doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que todos los
fieles vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana.
Actuando así nos situamos en la perenne tradición de la Iglesia, recordada
firmemente por el Concilio Vaticano II al enseñar que, en el domingo, « los
fieles deben reunirse en asamblea a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y
participando en la Eucaristía, hagan memoria de la pasión, resurrección y
gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado para una
esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos
(cf. 1 P 1,3)”.
7. En efecto, el deber de santificar el
domingo, sobre todo con la participación en la Eucaristía y con un descanso
lleno de alegría cristiana y de fraternidad, se comprende bien si se tienen
presentes las múltiples dimensiones de ese día, al que dedicaremos atención en
la presente Carta.
Este es un día que constituye el centro mismo de la
vida cristiana. Si desde el principio de mi Pontificado no me ha cansado de
repetir: « ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a
Cristo!”, en esta misma línea quisiera
hoy invitar a todos con fuerza a descubrir de nuevo el domingo: ¡No tengáis
miedo de dar vuestro tiempo a Cristo! Sí, abramos nuestro tiempo a Cristo para
que él lo pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del tiempo y
el secreto de la eternidad, y nos entrega « su día” como un don siempre nuevo
de su amor. El descubrimiento de este día es una gracia que se ha de pedir, no
sólo para vivir en plenitud las exigencias propias de la fe, sino también para
dar una respuesta concreta a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser
humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien
ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida.
CAPÍTULO I - DIES DOMINI
Celebración de la obra del Creador
« Por medio de la Palabra se hizo todo” (Jn 1,3)
8. En la experiencia cristiana el domingo es
ante todo una fiesta pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo
resucitado. Es la celebración de la « nueva creación”. Pero precisamente este
aspecto, si se comprende profundamente, es inseparable del mensaje que la
Escritura, desde sus primeras páginas, nos ofrece sobre el designio de Dios en
la creación del mundo. En efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en la
« plenitud de los tiempos” (Ga 4,4), no es menos verdad que, gracias a su mismo
misterio de Hijo eterno del Padre, es origen y fin del universo. Lo afirma Juan
en el prólogo de su Evangelio: « Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin
ella no se hizo nada de lo que se ha hecho” (1,3). Lo subraya también Pablo al
escribir a los Colosenses: « Por medio de él fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles [...]; todo fue creado por él y
para él” (1,16). Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se
reveló plenamente en el misterio pascual en el que Cristo, resucitando « de
entre los muertos: el primero de todos” (1 Co 15,20), inauguró la nueva
creación e inició el proceso que él mismo llevaría a término en el momento de
su retorno glorioso, « cuando devuelve a Dios Padre su reino [...], y así Dios
lo será todo para todos” (1 Co 15,24.28).
Ya en la mañana de la creación el proyecto de Dios
implicaba esta « misión cósmica” de Cristo. Esta visión cristocéntrica,
proyectada sobre todo el tiempo, estaba presente en la mirada complaciente de
Dios cuando, al terminar todo su trabajo, “bendijo Dios el día séptimo y lo
santificó” (Gn 2,3). Entonces - según el autor sacerdotal de la primera
narración bíblica de la creación - empezaba el “sábado”, tan característico de
la primera Alianza, el cual en cierto modo preanunciaba el día sagrado de la
nueva y definitiva Alianza. El mismo tema del “descanso de Dios” (cf. Gn 2,2) y
del descanso ofrecido al pueblo del Éxodo con la entrada en la tierra prometida
(cf. Ex 33,14; Dt 3,20; 12,9; Jos 21,44; Sal 95 [94],11), en el Nuevo
Testamento recibe una nueva luz, la del definitivo “descanso sabático” (Hb 4,9)
en el que Cristo mismo entró con su resurrección y en el que está llamado a
entrar el pueblo de Dios, perseverando en su actitud de obediencia filial (cf.
Hb 4,3-16). Es necesario, pues, releer la gran página de la creación y
profundizar en la teología del “sábado”, para entrar en la plena comprensión
del domingo.
“Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1)
9. El estilo poético de la narración
genesíaca describe muy bien el asombro que el hombre prueba ante la inmensidad
de la creación y el sentimiento de adoración que deriva de ello hacia Aquél que
sacó de la nada todas las cosas. Se trata de una página de profundo significado
religioso, un himno al Creador del universo, señalado como el único Señor ante
las frecuentes tentaciones de divinizar el mundo mismo. Es, a la vez, un himno
a la bondad de la creación, plasmada totalmente por la mano poderosa y
misericordiosa de Dios.
“Vio Dios que estaba bien” (Gn 1,10.12, etc.). Este
estribillo, repetido durante la narración, proyecta una luz positiva sobre cada
elemento del universo, dejando entrever al mismo tiempo el secreto para su
comprensión apropiada y para su posible regeneración: el mundo es bueno en la
medida en que permanece vinculado a sus orígenes y llega a ser bueno de nuevo,
después que el pecado lo ha desfigurado, en la medida en que, con la ayuda de
la gracia, vuelve a quien lo ha hecho. Esta dialéctica, obviamente, no atañe
directamente a las cosas inanimadas y a los animales, sino a los seres humanos,
a los cuales se ha concedido el don incomparable, pero también arriesgado, de
la libertad. La Biblia, después de las narraciones de la creación, pone de
relieve este contraste dramático entre la grandeza del hombre, creado a imagen
y semejanza de Dios, y su caída, que abre en el mundo el ámbito oscuro del
pecado y de la muerte (cf. Gn 3).
10. El cosmos, salido de las manos de Dios,
lleva consigo la impronta de su bondad. Es un mundo bello, digno de ser
admirado y gozado, aunque destinado a ser cultivado y desarrollado. La “conclusión”
de la obra de Dios abre el mundo al trabajo del hombre. “Dio por concluida Dios
en el séptimo día la labor que había hecho” (Gn 2,2). A través de este lenguaje
antropomórfico del “trabajo” divino, la Biblia no sólo nos abre una luz sobre
la misteriosa relación entre el Creador y el mundo creado, sino que proyecta
también esta luz sobre el papel que el hombre tiene hacia el cosmos. El “trabajo”
de Dios es de alguna manera ejemplar para el hombre. En efecto, el hombre no sólo
está llamado a habitar, sino también a “construir” el mundo, haciéndose así “colaborador”
de Dios. Los primeros capítulos del Génesis, como exponía en la Encíclica
Laborem exercens, constituyen en cierto sentido el primer “evangelio del
trabajo”.(10) Es una verdad subrayada también por el Concilio Vaticano II: “El
hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en
justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y,
reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo
y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento de todas las
cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra”.(11)
La realidad sublime del desarrollo de la ciencia, de
la técnica, de la cultura en sus diversas expresiones - desarrollo cada vez más
rápido y hoy incluso vertiginoso - es el fruto, en la historia del mundo, de la
misión con la que Dios confió al hombre y a la mujer el cometido y la
responsabilidad de llenar la tierra y de someterla mediante el trabajo,
observando su Ley.
El “shabbat”: gozoso descanso del Creador
11. Si en la primera página del Génesis es
ejemplar para el hombre el “trabajo” de Dios, lo es también su “descanso”. “Concluyó
en el séptimo día su trabajo” (Gn 2,2). Aquí tenemos también un antropomorfismo
lleno de un fecundo mensaje.
En efecto, el “descanso” de Dios no puede
interpretarse banalmente como una especie de “inactividad” de Dios. El acto
creador que está en la base del mundo es permanente por su naturaleza y Dios
nunca cesa de actuar, como Jesús mismo se preocupa de recordar precisamente con
referencia al precepto del sábado: “Mi Padre actúa siempre y también yo actuó”
(Jn 5,17). El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo,
sino que subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el
descanso de Dios frente a un trabajo “bien hecho” (Gn 1,31), salido de sus
manos para dirigir al mismo una mirada llena de gozosa complacencia: una mirada
“contemplativa”, que ya no aspira a nuevas obras, sino más bien a gozar de la
belleza de lo realizado; una mirada sobre todas las cosas, pero de modo
particular sobre el hombre, vértice de la creación. Es una mirada en la que de
alguna manera se puede intuir la dinámica “esponsal” de la relación que Dios
quiere establecer con la criatura hecha a su imagen, llamándola a comprometerse
en un pacto de amor. Es lo que él realizará progresivamente, en la perspectiva
de la salvación ofrecida a la humanidad entera, mediante la alianza salvífica
establecida con Israel y culminada después en Cristo: será precisamente el
Verbo encarnado, mediante el don escatológico del Espíritu Santo y la
constitución de la Iglesia como su cuerpo y su esposa, quien distribuirá el don
de misericordia y la propuesta del amor del Padre a toda la humanidad.
12. En el designio del Creador hay una
distinción, pero también una relación íntima entre el orden de la creación y el
de la salvación. Ya lo subraya el Antiguo Testamento cuando pone el mandamiento
relativo al “shabbat” respecto no sólo al misterioso “descanso” de Dios después
de los días de su acción creadora (cf. Ex 20,8-11), sino también a la salvación
ofrecida por él a Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt
5,12-15). El Dios que descansa el séptimo día gozando por su creación es el
mismo que manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión del faraón.
En uno y otro caso se podría decir, según una imagen querida por los profetas,
que él se manifiesta como el esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is
54,4-8).
En efecto, para comprender el “shabbat”, el “descanso”
de Dios, como sugieren algunos elementos de la tradición hebraica misma,(12)
conviene destacar la intensidad esponsal que caracteriza, desde el Antiguo al
Nuevo Testamento, la relación de Dios con su pueblo. Así lo expresa, por
ejemplo, esta maravillosa página de Oseas: “Haré en su favor un pacto el día
aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo;
arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos
reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo
en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en
fidelidad, y tú conocerás al Señor” (2,20-22).
“Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó” (Gn 2,3)
13. El precepto del sábado, que en la primera
Alianza prepara el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa pues en la
profundidad del designio de Dios. Precisamente por esto el sábado no se coloca
junto a los ordenamientos meramente cultuales, como sucede con tantos otros
preceptos, sino dentro del Decálogo, las “diez palabras” que delimitan los
fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada hombre. Al analizar
este mandamiento en la perspectiva de las estructuras fundamentales de la
ética, Israel y luego la Iglesia no lo consideran una mera disposición de
disciplina religiosa comunitaria, sino una expresión específica e irrenunciable
de su relación con Dios, anunciada y propuesta por la revelación bíblica. Con
en esta perspectiva es como se ha de descubrir hoy este precepto por parte de
los cristianos. Si este precepto tiene también una convergencia natural con la
necesidad humana del descanso, sin embargo es necesario referirse a la fe para
descubrir su sentido profundo y no correr el riesgo de banalizarlo y
traicionarlo.
14. El día del descanso es tal ante todo
porque es el día “bendecido” y “santificado” por Dios, o sea, separado de los
otros días para ser, entre todos, el “día del Señor”.
Para comprender plenamente el sentido de esta “santificación”
del sábado, en la primera narración bíblica de la creación, conviene mirar el
conjunto del texto del cual emerge claramente como cada realidad está
orientada, sin excepciones, hacia Dios. El tiempo y el espacio le pertenecen.
Él no es el Dios de un solo día, sino el Dios de todos los días del hombre.
Por tanto, si él “santifica” el séptimo día con una
bendición especial y lo hace “su día” por excelencia, esto se ha de entender
precisamente en la dinámica profunda del diálogo de alianza, es más, del
diálogo “esponsal”. Es un diálogo de amor que no conoce interrupciones y que
sin embargo no es monocorde. En efecto, se desarrolla considerando las diversas
facetas del amor, desde las manifestaciones ordinarias e indirectas a las más
intensas, que las palabras de la Escritura y los testimonios de tantos místicos
no temen también en describir como imágenes sacadas de la experiencia del amor
nupcial.
15. En realidad, toda la vida del hombre y
todo su tiempo deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador.
Pero la relación del hombre con Dios necesita también momentos de oración
explícita, en los que dicha relación se convierte en diálogo intenso, que
implica todas las dimensiones de la persona. El “día del Señor” es, por
excelencia, el día de esta relación, en la que el hombre eleva a Dios su canto,
haciéndose voz de toda la creación.
Precisamente por esto es también el día del descanso.
La interrupción del ritmo a menudo avasallador de las ocupaciones expresa, con
el lenguaje plástico de la “novedad” y del “desapego”, el reconocimiento de la
dependencia propia y del cosmos respecto a Dios. ¡Todo es de Dios! El día del
Señor recalca continuamente este principio. El “sábado” ha sido pues
interpretado sugestivamente como un elemento típico de aquella especie de “arquitectura
sacra” del tiempo que caracteriza la revelación bíblica.(13) El sábado recuerda
que el tiempo y la historia pertenecen a Dios y que el hombre no puede
dedicarse a su obra de colaborador del Creador en el mundo sin tomar
constantemente conciencia de esta verdad.
“Recordar” para “Santificar”
16. El mandamiento del Decálogo con el que
Dios impone la observancia del sábado tiene, en el libro del Éxodo, una
formulación característica: “Recuerda el día del sábado para santificarlo”
(20,8). Más adelante el texto inspirado da su motivación refiriéndose a la obra
de Dios: “Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo
cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del
sábado y lo hizo sagrado” (11). Antes de imponer algo que hacer el mandamiento
señala algo que recordar. Invita a recordar la obra grande y fundamental de
Dios como es la creación. Es un recuerdo que debe animar toda la vida religiosa
del hombre, para confluir después en el día en que el hombre es llamado a
descansar. El descanso asume así un valor típicamente sagrado: el fiel es
invitado a descansar no sólo como Dios ha descansado, sino a descansar en el
Señor, refiriendo a él toda la creación, en la alabanza, en la acción de
gracias, en la intimidad filial y en la amistad esponsal.
17. El tema del “recuerdo” de las maravillas
hechas por Dios, en relación con el descanso sabático, se encuentra también en
el texto del Deuteronomio (5,12-15), donde el fundamento del precepto se apoya
no tanto en la obra de la creación, cuanto en la de la liberación llevada a
cabo por Dios en el Éxodo: “Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y
que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el
Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado” (Dt 5,15).
Esta formulación parece complementaria de la
anterior. Consideradas juntas, manifiestan el sentido del “día del Señor” en
una perspectiva unitaria de teología de la creación y de la salvación. El
contenido del precepto no es pues primariamente una interrupción del trabajo,
sino la celebración de las maravillas obradas por Dios.
En la medida en que este “recuerdo”, lleno de
agradecimiento y alabanza hacia Dios, está vivo, el descanso del hombre, en el
día del Señor, asume también su pleno significado. Con el descanso el hombre
entra en la dimensión del “descanso” de Dios y participa del mismo
profundamente, haciéndose así capaz de experimentar la emoción de aquel mismo
gozo que el Creador experimentó después de la creación viendo “cuanto había
hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31).
Del sábado al domingo
18. Dado que el tercer mandamiento depende
esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibiendo
la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han
asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar
la resurrección del Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la
revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la
salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en
la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y
resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se
descubrirá sólo en la parusía con su venida gloriosa. En él se realiza
plenamente el sentido “espiritual” del sábado, como subraya san Gregorio Magno:
“Nosotros consideramos como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor,
Nuestro Señor Jesucristo”.(14) Por esto, el gozo con el que Dios contempla la
creación, hecha de la nada en el primer sábado de la humanidad, está ya
expresado por el gozo con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a
los suyos llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). En
efecto, en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la creación,
“que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto” (Rm 8,22), ha conocido su
nuevo “éxodo” hacia la libertad de los hijos de Dios que pueden exclamar, con
Cristo, “¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15; Ga 4,6). A la luz de este misterio, el
sentido del precepto veterotestamentario sobre el día del Señor es recuperado,
integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla en el rostro de Cristo
resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del “sábado” se pasa al “primer día después del
sábado”; del séptimo día al primer día: el dies Domini se convierte en el dies
Christi!
CAPÍTULO II - DIES CHRISTI
El día del Señor resucitado y el don del Espíritu
La Pascua semanal
19. “Celebramos el domingo por la venerable
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana”:
así escribía, a principios del siglo V, el Papa Inocencio I,(15) testimoniando
una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros
años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del “santo
domingo, honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás
días”.(16) San Agustín llama al domingo “sacramento de la Pascua”.(17)
Esta profunda relación del domingo con la
resurrección del Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias,
tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales,
en particular, cada domingo es la anastásimos heméra, el día de la
resurrección,(18) y precisamente por ello es el centro de todo el culto.
A la luz de esta tradición ininterrumpida y
universal, se ve claramente que, aunque el día del Señor tiene sus raíces - como
se ha dicho - en la obra misma de la creación y, más directamente, en el
misterio del “descanso” bíblico de Dios, sin embargo, se debe hacer referencia
específica a la resurrección de Cristo para comprender plenamente su
significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone
a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento pascual, del que
brota la salvación del mundo.
20. Según el concorde testimonio evangélico,
la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar “el primer día
después del sábado” (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el
Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) y se
apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días
después - como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26) - los discípulos
estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer
por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo el día de
Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf. Hch
2,1), cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por
Jesús a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue
el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la
multitud reunida que Cristo había resucitado y “los que acogieron su palabra
fueron bautizados” (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como
pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos
de Dios dispersos.
El primer día de la semana
21. Sobre esta base y desde los tiempos
apostólicos, “el primer día después del sábado”, primero de la semana, comenzó
a marcar el ritmo mismo de la vida de los discípulos de Cristo (cf. 1 Co 16,2).
“Primer día después del sábado” era también cuando los fieles de Tróada se
encontraban reunidos “para la fracción del pan”, Pablo les dirigió un discurso
de despedida y realizó un milagro para reanimar al joven Eutico (cf. Hch
20,7-12). El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este
primer día de la semana el “día del Señor” (1,10). De hecho, ésta será una de
las características que distinguirá a los cristianos respecto al mundo
circundante. Lo advertía, desde principios del siglo II, el gobernador de
Bitinia, Plinio el Joven, constatando la costumbre de los cristianos “de
reunirse un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo
como a un dios”.(19) En efecto, cuando los cristianos decían “día del Señor”,
lo hacían dando a este término el pleno significado que deriva del mensaje
pascual: “Cristo Jesús es Señor” (Fl 2,11; cf. Hch 2,36; 1 Co 12,3). De este
modo se reconocía a Cristo el mismo título con el que los Setenta traducían, en
la revelación del Antiguo Testamento, el nombre propio de Dios, JHWH, que no
era lícito pronunciar.
22. En los primeros tiempos de la Iglesia el
ritmo semanal de los días no era conocido generalmente en las regiones donde se
difundía el Evangelio, y los días festivos de los calendarios griego y romano
no coincidían con el domingo cristiano. Esto comportaba para los cristianos una
notable dificultad para observar el día del Señor con su carácter fijo semanal.
Así se explica por qué los cristianos se veían obligados a reunirse antes del
amanecer.(20) Sin embargo, se imponía la fidelidad al ritmo semanal, basada en
el Nuevo Testamento y vinculada a la revelación del Antiguo Testamento. Lo
subrayan los Apologístas y los Padres de la Iglesia en sus escritos y
predicaciones. El misterio pascual era ilustrado con aquellos textos de la
Escritura que, según el testimonio de san Lucas (cf. 24,27.44-47), Cristo
resucitado debía haber explicado a los discípulos. A la luz de esos textos, la
celebración del día de la resurrección asumía un valor doctrinal y simbólico
capaz de expresar toda la novedad del misterio cristiano.
Diferencia progresiva del sábado
23. La catequesis de los primeros siglos
insiste en esta novedad, tratando de distinguir el domingo del sábado judío. El
sábado los judíos debían reunirse en la sinagoga y practicar el descanso
prescrito por la Ley. Los Apóstoles, y en particular san Pablo, continuaron
frecuentando en un primer momento la sinagoga para anunciar a Jesucristo,
comentando “las escrituras de los profetas que se leen cada sábado” (Hch
13,27). En algunas comunidades se podía ver como la observancia del sábado
coexistía con la celebración dominical. Sin embargo, bien pronto se empezó a
distinguir los dos días de forma cada vez más clara, sobre todo para reaccionar
ante la insistencia de los cristianos que, proviniendo del judaísmo, tendían a
conservar la obligación de la antigua Ley. San Ignacio de Antioquía escribe: “Si
los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva
esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el día del Señor, día
en el que surgió nuestra vida por medio de él y de su muerte [...], misterio
por el cual recibimos la fe y en el cual perseveramos para ser hallados como
discípulos de Cristo, nuestro único Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a
quien los profetas, discípulos suyos en el Espíritu, esperaban como a su
maestro?”.(21) A su vez, san Agustín observa: “Por esto el Señor imprimió
también su sello a su día, que es el tercero después de la pasión. Este, sin
embargo, en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo, es decir, después
del sábado hebraico y el primer día de la semana”.(22) La diferencia del
domingo respecto al sábado judío se fue consolidando cada vez más en la
conciencia eclesial, aunque en ciertos períodos de la historia, por el énfasis
dado a la obligación del descanso festivo, se dará una cierta tendencia de “sabatización”
del día del Señor. No han faltado sectores de la cristiandad en los que el
sábado y el domingo se han observado como “dos días hermanos”.(23)
El día de la nueva creación
24. La comparación del domingo cristiano con
la concepción sabática, propia del Antiguo Testamento, suscitó también
investigaciones teológicas de gran interés. En particular, se puso de relieve
la singular conexión entre la resurrección y la creación. En efecto, la
reflexión cristiana relacionó espontáneamente la resurrección ocurrida “el
primer día de la semana” con el primer día de aquella semana cósmica (cf. Gn
1,1-2,4), con la que el libro del Génesis narra el hecho de la creación: el día
de la creación de la luz (cf. 1,3-5). Esta relación invita a comprender la
resurrección como inicio de una nueva creación, cuya primicia es Cristo
glorioso, siendo él, “primogénito de toda la creación” (Col 1,15), también el “primogénito
de entre los muertos” (Col 1,18).
25. El domingo es pues el día en el cual, más
que en ningún otro, el cristiano está llamado a recordar la salvación que,
ofrecida en el bautismo, le hace hombre nuevo en Cristo. “Sepultados con él en
el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios,
que resucitó de entre los muertos” (Col 2,12; cf. Rm 6,4-6). La liturgia señala
esta dimensión bautismal del domingo, sea exhortando a celebrar los bautismos,
además de en la Vigilia pascual, también en este día semanal “en que la Iglesia
conmemora la resurrección del Señor”,24 sea sugiriendo, como oportuno rito
penitencial al inicio de la Misa, la aspersión con el agua bendita, que
recuerda el bautismo con el que nace toda existencia cristiana.(25)
El octavo día, figura de la eternidad
26. Por otra parte, el hecho de que el sábado
fuera el séptimo día de la semana llevó a considerar el día del Señor a la luz
de un simbolismo complementario, muy querido por los Padres: el domingo, además
de primer día, es también el “día octavo”, situado, respecto a la sucesión
septenaria de los días, en una posición única y trascendente, evocadora no sólo
del inicio del tiempo, sino también de su final en el “siglo futuro”. San
Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente único que
seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni
mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el
preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los
cristianos y los alienta en su camino.(26) En la perspectiva del último día,
que realiza plenamente el simbolismo anticipador del sábado, san Agustín
concluye las Confesiones hablando del eschaton como “paz del descanso, paz del
sábado, paz sin ocaso”.(27) La celebración del domingo, día “primero” y a la
vez “octavo”, proyecta al cristiano hacia la meta de la vida eterna.(28)
El día de Cristo-luz
27. En esta perspectiva cristocéntrica se
comprende otro valor simbólico que la reflexión creyente y la práctica pastoral
dieron al día del Señor. En efecto, una aguda intuición pastoral sugirió a la
Iglesia cristianizar, para el domingo, el contenido del “día del sol”,
expresión con la que los romanos denominaban este día y que aún hoy aparece en
algunas lenguas contemporáneas,(29) apartando a los fieles de la seducción de los
cultos que divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia
Cristo, verdadero “sol” de la humanidad. San Justino, escribiendo a los
paganos, utiliza la terminología corriente para señalar que los cristianos
hacían su reunión “en el día llamado del sol”,(30) pero la referencia a esta
expresión tiene ya para los creyentes un sentido nuevo, perfectamente
evangélico.(31) En efecto, Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 9,5; cf. también
1,4-5.9), y el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo perenne, en
la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su gloria. El tema del
domingo como día iluminado por el triunfo de Cristo resucitado encuentra un eco
en la Liturgia de las Horas(32) y tiene un particular énfasis en la vigilia
nocturna que en las liturgias orientales prepara e introduce el domingo. Al
reunirse en este día la Iglesia hace suyo, de generación en generación, el
asombro de Zacarías cuando dirige su mirada hacia Cristo anunciándolo como el “sol
que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de
muerte” (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía con la alegría experimentada por
Simeón al tomar en brazos al Niño divino venido como “luz para alumbrar a las
naciones” (Lc 2,32).
El día del don del Espíritu
28. Día de la luz, el domingo podría llamarse
también, con referencia al Espíritu Santo, día del “fuego”. En efecto, la luz
de Cristo está íntimamente vinculada al “fuego” del Espíritu y ambas imágenes
indican el sentido del domingo cristiano.(33) Apareciéndose a los Apóstoles la
tarde de Pascua, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23). La efusión del Espíritu fue el
gran don del Resucitado a sus discípulos el domingo de Pascua. Era también
domingo cuando, cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu, como “viento
impetuoso” y “fuego” (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los Apóstoles
reunidos con María. Pentecostés no es sólo el acontecimiento originario, sino
el misterio que anima permanentemente a la Iglesia.(34) Si este acontecimiento
tiene su tiempo litúrgico fuerte en la celebración anual con la que se concluye
el “gran domingo”,(35) éste, precisamente por su íntima conexión con el
misterio pascual, permanece también inscrito en el sentido profundo de cada
domingo. La “Pascua de la semana” se convierte así como en el “Pentecostés de
la semana”, donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de
los Apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su
Espíritu.
El día de la fe
29. Por todas estas dimensiones que lo
caracterizan, el domingo es por excelencia el día de la fe. En él el Espíritu
Santo, “memoria” viva de la Iglesia (cf. Jn 14, 26), hace de la primera
manifestación del Resucitado un acontecimiento que se renueva en el “hoy” de
cada discípulo de Cristo. Ante él, en la asamblea dominical, los creyentes se
sienten interpelados como el apóstol Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis
manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”
(Jn 20, 27). Sí, el domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la
liturgia eucarística dominical, así como la de las solemnidades litúrgicas,
prevé la profesión de fe. El “Credo”, recitado o cantado, pone de relieve el
carácter bautismal y pascual del domingo, haciendo del mismo el día en el que,
por un título especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y a su
Evangelio con la vivificada conciencia de las promesas bautismales. Acogiendo
la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús resucitado,
presente en los “santos signos”, y confiesa con el apóstol Tomás “Señor mío y
Dios mío” (Jn 20,28).
¡Un día irrenunciable!
30. Se comprende así por qué, incluso en el
contexto de las dificultades de nuestro tiempo, la identidad de este día debe
ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. Un autor oriental de
principios del siglo III refiere que ya entonces en cada región los fieles
santificaban regularmente el domingo.(36) La práctica espontánea pasó a ser
después norma establecida jurídicamente: el día del Señor ha marcado la
historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría pensar que no continúe
caracterizando su futuro? Los problemas que en nuestro tiempo pueden hacer más
difícil la práctica del precepto dominical encuentran una Iglesia sensible y
maternalmente atenta a las condiciones de cada uno de sus hijos. En particular,
se siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral, para que ninguno,
en las condiciones normales de vida, se vea privado del flujo abundante de
gracia que lleva consigo la celebración del día del Señor. En este mismo
sentido, ante una hipótesis de reforma del calendario eclesial en relación con variaciones
de los sistemas del calendario civil, el Concilio Ecuménico Vaticano II declara
que la Iglesia “no se opone a los diferentes sistemas [...], siempre que
garanticen y conserven la semana de siete días con el domingo”.(37) A las
puertas del tercer Milenio, la celebración del domingo cristiano, por los
significados que evoca y las dimensiones que implica en relación con los
fundamentos mismos de la fe, continúa siendo un elemento característico de la
identidad cristiana.
CAPÍTULO III - DIES ECCLESIAE
La asamblea eucarística, centro del domingo
La presencia del Resucitado
31. “Yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue siendo
escuchada en la Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente de su
esperanza. Aunque el domingo es el día de la resurrección, no es sólo el
recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es celebración de la presencia
viva del Resucitado en medio de los suyos.
Para que esta presencia sea anunciada y vivida de
manera adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y
recuerden en su interior, en lo recóndito de su corazón, la muerte y
resurrección de Cristo. En efecto, los que han recibido la gracia del bautismo
no han sido salvados sólo a título personal, sino como miembros del Cuerpo
místico, que han pasado a formar parte del Pueblo de Dios.(38) Por eso es
importante que se reúnan, para expresar así plenamente la identidad misma de la
Iglesia, la ekklesía, asamblea convocada por el Señor resucitado, el cual
ofreció su vida “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos”
(Jn 11,52). Todos ellos se han hecho “uno” en Cristo (cf. Ga 3,28) mediante el
don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta externamente cuando los cristianos
se reúnen: toman entonces plena conciencia y testimonian al mundo que son el
pueblo de los redimidos formado por “hombres de toda raza, lengua, pueblo y
nación” (Ap 5,9). En la asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el
tiempo la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita como modelo por
Lucas en los Hechos de los Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados
“acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la
fracción del pan y a las oraciones” (2,42).
La asamblea eucarística
32. Esta realidad de la vida eclesial tiene
en la Eucaristía no sólo una fuerza expresiva especial, sino como su “fuente”.(39)
La Eucaristía nutre y modela a la Iglesia: “Porque aun siendo muchos, un solo
pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co
10,17). Por esta relación vital con el sacramento del Cuerpo y Sangre del
Señor, el misterio de la Iglesia es anunciado, gustado y vivido de manera
insuperable en la Eucaristía.(40)
La dimensión intrínsecamente eclesial de la
Eucaristía se realiza cada vez que se celebra. Pero se expresa de manera
particular el día en el que toda la comunidad es convocada para conmemorar la
resurrección del Señor. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera
significativa que “la celebración dominical del día y de la Eucaristía del
Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia”.(41)
33. En efecto, precisamente en la Misa
dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la
experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado
se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19). En aquel pequeño núcleo de
discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de
Dios de todos los tiempos. A través de su testimonio llega a cada generación de
los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don mesiánico de la paz, comprada
con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: “¡Paz a vosotros!” Al volver
Cristo entre ellos “ocho días más tarde” (Jn 20,26), se ve prefigurada en su
origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada octavo día, en
el “día del Señor” o domingo, para profesar la fe en su resurrección y recoger
los frutos de la bienaventuranza prometida por él: “Dichosos los que no han
visto y han creído” (Jn 20,29). Esta íntima relación entre la manifestación del
Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de Lucas en la
narración sobre los dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo,
guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa
con ellos, que lo reconocieron cuando “tomó el pan, pronunció la bendición, lo
partió y se lo iba dando” (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los
mismos que él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la “fracción del
pan”, como se llamaba a la Eucaristía en la primera generación cristiana.
La Eucaristía dominical
34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no
tiene en sí misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día,
ni es separable de toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su
naturaleza, una epifanía de la Iglesia,(42) que tiene su momento más
significativo cuando la comunidad diocesana se reúne en oración con su propio
Pastor: “La principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la
participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas
celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma
oración, junto a un único altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio
y sus ministros”.(43) La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad
eclesial es propia de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier
día de la semana, aunque no sea presidida por él. Lo expresa la mención del
Obispo en la oración eucarística.
La Eucaristía dominical, sin embargo, con la
obligación de la presencia comunitaria y la especial solemnidad que la
caracterizan, precisamente porque se celebra “el día en que Cristo ha vencido a
la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal”,(44) subraya con nuevo
énfasis la propia dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras
celebraciones eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para
la “fracción del pan”, se siente como el lugar en el que se realiza concretamente
el misterio de la Iglesia. En la celebración misma la comunidad se abre a la
comunión con la Iglesia universal,(45) implorando al Padre que se acuerde “de
la Iglesia extendida por toda la tierra”, y la haga crecer, en la unidad de
todos los fieles con el Papa y con los Pastores de cada una de las Iglesias,
hasta su perfección en el amor.
El día de la Iglesia
35. El dies Domini se manifiesta así también
como dies Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de
la celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel pastoral.
Como he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas
actividades que desarrolla una parroquia “ninguna es tan vital o formativa para
la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía”.(46)
En este sentido, el Concilio Vaticano II ha recordado la necesidad de “trabajar
para que florezca el sentido de comunidad parroquial, sobre todo en la
celebración común de la misa dominical”.(47) En la misma línea se sitúan las
orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo que las celebraciones eucarísticas
que normalmente tienen lugar en otras iglesias y capillas estén coordinadas con
la celebración de la iglesia parroquial, precisamente para “fomentar el sentido
de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la
celebración comunitaria del domingo, sea en torno al Obispo, especialmente en
la catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor hace las veces del
Obispo”.(48)
36. La asamblea dominical es un lugar
privilegiado de unidad. En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis
que caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido “por” y “en” la
unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.(49) En dicha asamblea las familias
cristianas viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad y
de su “ministerio” de “iglesias domésticas”, cuando los padres participan con
sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida.(50) A este
respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus
hijos para la participación en la Misa dominical, ayudados por los catequistas,
los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los
muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Misa, ilustrando el
motivo profundo de la obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también,
cuando las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas para niños,
según las varias modalidades previstas por las normas litúrgicas.(51)
En las Misas dominicales de la parroquia, como “comunidad
eucarística”,(52) es normal que se encuentren los grupos, movimientos,
asociaciones y las pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les
permite experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de
las orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan,
con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial.(53) Por esto en
domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos
pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les
falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar
salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial.(54)
Corresponde al prudente discernimiento de los Pastores de las Iglesias
particulares autorizar una eventual y muy concreta derogación de esta norma, en
consideración de particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en
cuenta el bien de las personas y de los grupos, y especialmente los frutos que
pueden beneficiar a toda la comunidad cristiana.
Pueblo peregrino
37. En la perspectiva del camino de la Iglesia
en el tiempo, la referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo semanal de
esta solemne conmemoración ayudan a recordar el carácter peregrino y la
dimensión escatológica del Pueblo de Dios. En efecto, de domingo en domingo, la
Iglesia se encamina hacia el último “día del Señor”, el domingo que no tiene
fin. En realidad, la espera de la venida de Cristo forma parte del misterio
mismo de la Iglesia(55) y se hace visible en cada celebración eucarística. Pero
el día del Señor, al recordar de manera concreta la gloria de Cristo
resucitado, evoca también con mayor intensidad la gloria futura de su “retorno”.
Esto hace del domingo el día en el que la Iglesia, manifestando más claramente
su carácter “esponsal”, anticipa de algún modo la realidad escatológica de la
Jerusalén celestial. Al reunir a sus hijos en la asamblea eucarística y
educarlos para la espera del “divino Esposo”, la Iglesia hace como un “ejercicio
del deseo”,(56) en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de la nueva
tierra, cuando la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajará del cielo, de junto
a Dios, “engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21,2).
Día de la esperanza
38. Desde este punto de vista, si el domingo
es el día de la fe, no es menos el día de la esperanza cristiana. En efecto, la
participación en la “cena del Señor” es anticipación del banquete escatológico
por las “bodas del Cordero” (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo, que
resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de “la
gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”.(57) Vivida y alimentada con
este intenso ritmo semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la
esperanza humana misma. Por este motivo, en la oración “universal” se recuerdan
no sólo las necesidades de la comunidad cristiana, sino las de toda la
humanidad; la Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía, atestigua
así al mundo que hace suyos “el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia
de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los
afligidos”.(58) Finalmente, la Iglesia, - al culminar con el ofrecimiento
eucarístico dominical el testimonio que sus hijos, inmersos en el trabajo y los
diversos cometidos de la vida, se esfuerzan en dar todos los días de la semana
con el anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad—, manifiesta de manera
más evidente que es “como un sacramento o signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”.(59)
La mesa de la Palabra
39. En la asamblea dominical, como en cada
celebración eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la
participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera
continúa ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y,
particularmente, la del misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó
a los discípulos: “está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla
cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura”.(60) En la segunda se hace
real, sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado a través del
memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es prenda
de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que “la liturgia de
la palabra y la liturgia eucarística, están tan estrechamente unidas entre sí,
que constituyen un único acto de culto”.(61) El mismo Concilio ha establecido
que, “para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia
para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos”.(62) Ha
dispuesto, además, que en las Misas de los domingos, así como en las de los
días de precepto, no se omita la homilía si no es por causa grave.(63) Estas
oportunas disposiciones han tenido un eco fiel en la reforma litúrgica, a
propósito de la cual el Papa Pablo VI, al comentar la abundancia de lecturas
bíblicas que se ofrecen para los domingos y días festivos, escribía: “Todo esto
se ha ordenado con el fin de aumentar cada vez más en los fieles el
"hambre y sed de escuchar la palabra del Señor" (cf. Am 8,11) que,
bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza a la
perfecta unidad de la Iglesia”.(64)
40. Transcurridos más de treinta años desde
el Concilio, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía
dominical, de que manera se proclama la Palabra de Dios, así como el
crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en
el Pueblo de Dios.(65) Ambos aspectos, el de la celebración y el de la
experiencia vivida, se relacionan íntimamente. Por una parte, la posibilidad
ofrecida por el Concilio de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de
la comunidad que participa, debe llevar a sentir una “nueva responsabilidad”
ante la misma, haciendo “resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar,
el carácter peculiar del texto sagrado”.(66) Por otra, es preciso que la
escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los
fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea
posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los
textos bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la
lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la
interpretación eclesial,(67) no anima habitualmente la vida de las personas y
de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la
Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados. Son muy
loables, pues, las iniciativas con las que las comunidades parroquiales,
preparan la liturgia dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos
participan en la Eucaristía - sacerdotes, ministros y fieles—,(68) a
reflexionar previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada. El
objetivo al que se ha de tender es que toda la celebración, en cuanto oración,
escucha, canto, y no sólo la homilía, exprese de algún modo el mensaje de la
liturgia dominical, de manera que éste pueda incidir más eficazmente en todos
los que toman parte en ella. Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad
de quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A ellos les toca preparar con
particular cuidado, mediante el estudio del texto sagrado y la oración, el
comentario a la palabra del Señor, expresando fielmente sus contenidos y
actualizándolos en relación con los interrogantes y la vida de los hombres de
nuestro tiempo.
41. No se ha de olvidar, por lo demás, que la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la
asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis,
sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las
maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la
alianza. El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder a este
diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al
mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua “conversión”. La
asamblea dominical compromete de este modo a una renovación interior de las
promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al recitar el Credo y
que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la vigilia pascual o
cuando se administra el bautismo durante la Misa. En este marco, la
proclamación de la Palabra en la celebración eucarística del domingo adquiere
el tono solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los momentos de
renovación de la Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la comunidad de Israel
era llamada, como el pueblo del desierto a los pies del Sinaí (cf. Ex 19,7-8;
24,3.7), a confirmar su “sí”, renovando la opción de fidelidad a Dios y de
adhesión a sus preceptos. En efecto, Dios, al comunicar su Palabra, espera
nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su “Amén” (cf.
2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo
que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida.(69)
La mesa del Cuerpo de Cristo
42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente
a la mesa del Pan eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples
dimensiones, que en la Eucaristía dominical tienen un carácter de particular
solemnidad. En el ambiente festivo del encuentro de toda la comunidad en el “día
del Señor”, la Eucaristía se presenta, de un modo más visible que en otros
días, como la gran “acción de gracias”, con la cual la Iglesia, llena del
Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la
humanidad. El ritmo semanal invita a recordar con complacencia los
acontecimientos de los días transcurridos recientemente, para comprenderlos a
la luz de Dios y darle gracias por sus innumerables dones, glorificándole “por
Cristo, con él y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo”. De este modo la
comunidad cristiana toma conciencia nuevamente del hecho de que todas las cosas
han sido creadas por medio de Cristo (cf. Col 1,16; Jn 1,3) y, en él, que vino
en forma de siervo para compartir y redimir nuestra condición humana, fueron
recapituladas (cf. Ef 1,10), para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe
su origen y vida. En fin, al adherirse con su “Amén” a la doxología
eucarística, el Pueblo de Dios se proyecta en la fe y la esperanza hacia la
meta escatológica, cuando Cristo “entregue a Dios Padre el Reino [...] para que
Dios sea todo en todo” (1 Co 15,24.28).
43. Este movimiento “ascendente” es propio de
toda celebración eucarística y hace de ella un acontecimiento gozoso, lleno de
reconocimiento y esperanza, pero se pone particularmente de relieve en la Misa
dominical, por su especial conexión con el recuerdo de la resurrección. Por
otra parte, esta alegría “eucarística”, que “levanta el corazón”, es fruto del “movimiento
descendente” de Dios hacia nosotros y que permanece grabado perennemente en la
esencia sacrificial de la Eucaristía, celebración y expresión suprema del
misterio de la kénosis, es decir, del abajamiento por el que Cristo “se humilló
a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8).
En efecto, la Misa es la viva actualización del
sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las que se ha
invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una eficacia del todo
singular en las palabras de la consagración, Cristo se ofrece al Padre con el
mismo gesto de inmolación con que se ofreció en la cruz. “En este divino
sacrificio, que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí
mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e
inmolado de manera incruenta”.(70) A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia:
“En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los
miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su
oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren
así un valor nuevo”.(71) Esta participación de toda la comunidad asume un
particular relieve en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la
semana transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado.
Banquete pascual y encuentro fraterno
44. Este aspecto comunitario se manifiesta
especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la
cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, “Cristo entregó a la Iglesia
este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por
la fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada
comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con
Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros”.(72) Por eso la
Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía,
con la condición de que estén en las debidas disposiciones y, si fueran
conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el
Sacramento de la reconciliación,(73) según el espíritu de lo que san Pablo
recordaba a la comunidad de Corinto (cf. 1 Co 11,27-32). La invitación a la
comunión eucarística, como es obvio, es particularmente insistente con ocasión
de la Misa del domingo y de los otros días festivos.
Es importante, además, que se tenga conciencia clara
de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los
hermanos. La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de
fraternidad, que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque respetando
el estilo propio de la acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de
acogida y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad.
El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes de la
comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto particularmente expresivo,
que los fieles son invitados a realizar como manifestación del consentimiento
dado por el pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración(74) y
del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del único pan en
recuerdo de la palabra exigente de Cristo: “Si, pues, al presentar tu ofrenda
en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti,
deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu
hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
De la Misa a la “misión”
45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos
de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su
Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para
el fiel que ha comprendido el sentido de lo realizado, la celebración
eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la
resurrección, los cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la
presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos en su
vida cotidiana. La oración después de la comunión y el rito de conclusión - bendición
y despedida - han de ser entendidos y valorados mejor, desde este punto de
vista, para que quienes han participado en la Eucaristía sientan más
profundamente la responsabilidad que se les confía. Después de despedirse la
asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual con el
compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable
a Dios (cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha
recibido en la celebración, como los discípulos de Emaús que, tras haber
reconocido a Cristo resucitado “en la fracción del pan” (cf. Lc 24,30-32),
experimentaron la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos
la alegría del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).
El precepto dominical
46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro
del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no
han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea
litúrgica. “Dejad todo en el día del Señor - dice, por ejemplo, el tratado del
siglo III titulado Didascalia de los Apóstoles - y corred con diligencia a
vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa
tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar
la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?”.(75) La
llamada de los Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el
ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que
ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico
heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas
situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa, como se puede
constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.
San Justino, en su primera Apología dirigida al
emperador Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de
la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo
y de las ciudades.(76) Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus
asambleas fueron prohibidas con gran severidad, fueron muchos los cristianos
valerosos que desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no
faltar a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en
Africa proconsular, que respondieron a sus acusadores: “Sin temor alguno hemos
celebrado la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley”; “nosotros
no podemos vivir sin la cena del Señor”. Y una de las mártires confesó: “Sí, he
ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy
cristiana”.(77)
47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta
obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos
de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se
consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia
de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical.
La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en
ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha
hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el
Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias
penales después de tres ausencias) (78) y, sobre todo, desde el siglo VI en
adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506).(79) Estos decretos de
Concilios particulares han desembocado en una costumbre universal de carácter
obligatorio, como cosa del todo obvia.(80)
El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez
primera la tradición en una ley universal.(81) El Código actual la confirma
diciendo que “el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen
obligación de participar en la Misa”.(82) Esta ley se ha entendido normalmente
como una obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia
Católica.(83) Se comprende fácilmente el motivo si se considera la importancia
que el domingo tiene para la vida cristiana.
48. Hoy, como en los tiempos heroicos del
principio, en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para
muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces
declaradamente hostil y, otras veces - y más a menudo - indiferente y reacio al
mensaje evangélico. El creyente, si no quiere verse avasallado por este
ambiente, ha de poder contar con el apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es
necesario que se convenza de la importancia decisiva que, para su vida de fe,
tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del
Señor con el sacramento de la Nueva Alianza. Corresponde de manera particular a
los Obispos preocuparse “de que el domingo sea reconocido por todos los fieles,
santificado y celebrado como verdadero "día del Señor", en el que la
Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha
de la Palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación
del día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo”.(84)
49. Desde el momento en que participar en la
Misa es una obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave, los
Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad
efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las disposiciones del
derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa
autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los
días festivos,(85) la institución de las Misas vespertinas(86) y, finalmente,
la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación
comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del
domingo.(87) En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto de
vista litúrgico.(88) Por consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a veces “prefestiva”,
pero que en realidad es “festiva” a todos los efectos, es la del domingo, con
el compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con los fieles
la oración universal.
Además, los pastores recordarán a los fieles que, al
ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben preocuparse por
participar en la Misa donde se encuentren, enriqueciendo así la comunidad local
con su testimonio personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades
expresen una calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera,
particularmente en los lugares que atraen a numerosos turistas y peregrinos,
para los cuales será a menudo necesario prever iniciativas particulares de
asistencia religiosa.(89)
Celebración gozosa y animada por el canto
50. Teniendo en cuenta el carácter propio de
la Misa dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles, se ha
de preparar con especial esmero. En las formas sugeridas por la prudencia
pastoral y por las costumbres locales de acuerdo con las normas litúrgicas, es
preciso dar a la celebración el carácter festivo correspondiente al día en que
se conmemora la Resurrección del Señor. A este respecto, es importante prestar
atención al canto de la asamblea, porque es particularmente adecuado para
expresar la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad y favorece la
participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su
calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la melodía, para que
lo que se propone hoy como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones
litúrgicas y digno de la tradición eclesial que tiene, en materia de música
sacra, un patrimonio de valor inestimable.
Celebración atrayente y participada
51. Es necesario además esforzarse para que
todos los presentes - jóvenes y adultos - se sientan interesados, procurando
que los fieles intervengan en aquellas formas de participación que la liturgia
sugiere y recomienda.(90) Ciertamente, sólo a quienes ejercen el sacerdocio
ministerial al servicio de sus hermanos les corresponde realizar el Sacrificio
eucarístico y ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo.(91) Aquí está el
fundamento de la distinción, más que meramente disciplinar, entre la función
propia del celebrante y la que se atribuye a los diáconos y a los fieles no
ordenados.(92) No obstante, los fieles han de ser también conscientes de que,
en virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo, “participan en la
celebración de la Eucaristía”.(93) Aun en la distinción de funciones, ellos “ofrecen
a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella. De este modo, tanto por el
ofrecimiento como por la sagrada comunión, todos realizan su función propia en
la acción litúrgica”(94) recibiendo luz y fuerza para vivir su sacerdocio
bautismal con el testimonio de una vida santa.
Otros momentos del domingo cristiano
52. Si la participación en la Eucaristía es el
centro del domingo, sin embargo sería reductivo limitar sólo a ella el deber de
“santificarlo”. En efecto, el día del Señor es bien vivido si todo él está
marcado por el recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas de Dios.
Todo ello lleva a cada discípulo de Cristo a dar también a los otros momentos
de la jornada vividos fuera del contexto litúrgico - vida en familia,
relaciones sociales, momentos de diversión - un estilo que ayude a manifestar
la paz y la alegría del Resucitado en el ámbito ordinario de la vida. El
encuentro sosegado de los padres y los hijos, por ejemplo, puede ser una
ocasión, no solamente para abrirse a una escucha recíproca, sino también para
vivir juntos algún momento formativo y de mayor recogimiento. Además, ¿por qué
no programar también en la vida laical, cuando sea posible, especiales
iniciativas de oración - como son concretamente la celebración solemne de las
Vísperas - o bien eventuales momentos de catequesis, que en la vigilia del
domingo o en la tarde del mismo preparen y completen en el alma cristiana el
don propio de la Eucaristía?
Esta forma bastante tradicional de “santificar el
domingo” se ha hecho tal vez más difícil en muchos ambientes; pero la Iglesia
manifiesta su fe en la fuerza del Resucitado y en la potencia del Espíritu
Santo mostrando, hoy más que nunca, que no se contenta con propuestas
minimalistas o mediocres en el campo de la fe, y ayudando a los cristianos a
cumplir lo que es más perfecto y agradable al Señor. Por lo demás, junto con
las dificultades, no faltan signos positivos y alentadores. Gracias al don del
Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se advierte una nueva exigencia de
oración en sus múltiples formas. Se recuperan también expresiones antiguas de
la religiosidad, como la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo
dominical para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente
con toda la familia, algunas horas de una experiencia más intensa de fe. Son
momentos de gracia que es preciso alimentar con una adecuada evangelización y
orientar con auténtico tacto pastoral.
Asambleas dominicales sin sacerdote
53. Está el problema de las parroquias que no
pueden disponer del ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía
dominical. Esto ocurre frecuentemente en las Iglesias jóvenes, en las que un
solo sacerdote tiene la responsabilidad pastoral de los fieles dispersos en un
extenso territorio. Pero también pueden darse situaciones de emergencia en los
Países de secular tradición cristiana, donde la escasez del clero no permite
garantizar la presencia del sacerdote en cada comunidad parroquial. La Iglesia,
considerando el caso de la imposibilidad de la celebración eucarística,
recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del sacerdote,(95) según
las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya aplicación se confía a
las Conferencias Episcopales.(96) El objetivo, sin embargo, debe seguir siendo
la celebración del sacrificio de la Misa, única y verdadera actualización de la
Pascua del Señor, única realización completa de la asamblea eucarística que el
sacerdote preside in persona Christi, partiendo el pan de la Palabra y de la
Eucaristía. Se tomarán, pues, todas las medidas pastorales que sean necesarias
para que los fieles que están privados habitualmente, se beneficien de ella lo
más frecuentemente posible, bien facilitando la presencia periódica de un
sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades para reunirlos en un lugar
céntrico, accesible a los diversos grupos lejanos.
Transmisión por radio y televisión
54. Finalmente, los fieles que, por
enfermedad, incapacidad o cualquier otra causa grave, se ven impedidos,
procuren unirse de lejos y del mejor modo posible a la celebración de la Misa
dominical, preferiblemente con las lecturas y oraciones previstas en el Misal
para aquel día, así como con el deseo de la Eucaristía.(97) En muchos Países,
la televisión y la radio ofrecen la posibilidad de unirse a una celebración
eucarística cuando ésta se desarrolla en un lugar sagrado.(98) Obviamente este
tipo de transmisiones no permite de por sí satisfacer el precepto dominical,
que exige la participación en la asamblea de los hermanos mediante la reunión
en un mismo lugar y la consiguiente posibilidad de la comunión eucarística.
Pero para quienes se ven impedidos de participar en la Eucaristía y están por
tanto excusados de cumplir el precepto, la transmisión televisiva o radiofónica
es una preciosa ayuda, sobre todo si se completa con el generoso servicio de
los ministros extraordinarios que llevan la Eucaristía a los enfermos,
transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda la comunidad. De este modo,
para estos cristianos la Misa dominical produce también abundantes frutos y
ellos pueden vivir el domingo como verdadero “día del Señor” y “día de la
Iglesia”.
CAPÍTULO IV - DIES HOMINIS
El domingo día de alegría, descanso y solidaridad
La “alegría plena” de Cristo
55. “Sea bendito Aquél que ha elevado el gran
día del domingo por encima de todos los días. Los cielos y la tierra, los
ángeles y los hombres se entregan a la alegría”.(99) Estas exclamaciones de la
liturgia maronita representan bien las intensas aclamaciones de alegría que
desde siempre, en la liturgia occidental y en la oriental, han caracterizado el
domingo. Además, desde el punto de vista histórico, antes aún que día de
descanso - más allá de lo no previsto entonces por el calendario civil - los
cristianos vivieron el día semanal del Señor resucitado sobre todo como día de
alegría. “El primer día de la semana, estad todos alegres”, se lee en la
Didascalia de los Apóstoles. (100) Esto era muy destacado en la práctica
litúrgica, mediante la selección de gestos apropiados. (101) San Agustín,
haciéndose intérprete de la extendida conciencia eclesial, pone de relieve el
carácter de alegría de la Pascua semanal: “Se dejan de lado los ayunos y se ora
estando de pie como signo de la resurrección; por esto además en todos los
domingos se canta el aleluya”.(102)
56. Más allá de cada expresión ritual, que
puede variar en el tiempo según la disciplina eclesial, está claro que el
domingo, eco semanal de la primera experiencia del Resucitado, debe llevar el
signo de la alegría con la que los discípulos acogieron al Maestro: “Los
discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,20). Se cumplían para
ellos, como después se realizarán para todas las generaciones cristianas, las
palabras de Jesús antes de la pasión: “Estaréis tristes, pero vuestra tristeza
se convertirá en gozo” (Jn 16,20). ¿Acaso no había orado él mismo para que los
discípulos tuvieran “la plenitud de su alegría”? (cf. Jn 17,13). El carácter
festivo de la Eucaristía dominical expresa la alegría que Cristo transmite a su
Iglesia por medio del don del Espíritu. La alegría es, precisamente, uno de los
frutos del Espíritu Santo (cf. Rm 14,17; Gal 5, 22).
57. Para comprender, pues, plenamente el
sentido del domingo, conviene descubrir esta dimensión de la existencia
creyente. Ciertamente, la alegría cristiana debe caracterizar toda la vida, y
no sólo un día de la semana. Pero el domingo, por su significado como día del
Señor resucitado, en el cual se celebra la obra divina de la creación y de la “nueva
creación”, es día de alegría por un título especial, más aún, un día propicio
para educarse en la alegría, descubriendo sus rasgos auténticos. En efecto, la
alegría no se ha de confundir con sentimientos fatuos de satisfacción o de
placer, que ofuscan la sensibilidad y la afectividad por un momento, dejando
luego el corazón en la insatisfacción y quizás en la amargura. Entendida
cristianamente, es algo mucho más duradero y consolador; sabe resistir incluso,
como atestiguan los santos, (103) en la noche oscura del dolor, y, en cierto
modo, es una “virtud” que se ha de cultivar.
58. Sin embargo no hay ninguna oposición
entre la alegría cristina y las alegrías humanas verdaderas. Es más, éstas son
exaltadas y tienen su fundamento último precisamente en la alegría de Cristo
glorioso, imagen perfecta y revelación del hombre según el designio de Dios.
Como escribía en la Exhortación sobre la alegría cristiana mi venerado
predecesor Pablo VI, “la alegría cristiana es por esencia una participación
espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de
Jesucristo glorificado”. (104) Y el mismo Pontífice concluía su Exhortación
pidiendo que, en el día del Señor, la Iglesia testimonie firmemente la alegría
experimentada por los Apóstoles al ver al Señor la tarde de Pascua. Invitaba,
por tanto, a los pastores a insistir “sobre la fidelidad de los bautizados a la
celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían abandonar este
encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la
participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y
glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la
renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor
entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para
la fiesta eterna”. (105) En esta perspectiva de fe, el domingo cristiano es un
auténtico “hacer fiesta”, un día de Dios dado al hombre para su pleno
crecimiento humano y espiritual.
La observancia del sábado
59. Este aspecto festivo del domingo cristiano
pone de relieve de modo especial la dimensión de la observancia del sábado
veterotestamentario. En el día del Señor, que el Antiguo Testamento vincula a
la creación (cf. Gn 2, 1-3; Ex 20, 8-11) y del Éxodo (cf. Dt 5, 12-15), el
cristiano está llamado a anunciar la nueva creación y la nueva alianza
realizadas en el misterio pascual de Cristo. La celebración de la creación,
lejos de ser anulada, es profundizada en una visión cristocéntrica, o sea, a la
luz del designio divino de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que
está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10). A su vez, se da pleno
sentido también al memorial de la liberación llevada a cabo en el Éxodo, que se
convierte en memorial de la redención universal realizada por Cristo muerto y
resucitado. El domingo, pues, más que una “sustitución” del sábado, es su
realización perfecta, y en cierto modo su expansión y su expresión más plena,
en el camino de la historia de la salvación, que tiene su culmen en Cristo.
60. En esta perspectiva, la teología bíblica
del “shabbat”, sin perjudicar el carácter cristiano del domingo, puede ser
recuperada plenamente. Ésta nos lleva siempre de nuevo y con renovado asombro al
misterioso inicio en el cual la eterna Palabra de Dios, con libre decisión de
amor, hizo el mundo de la nada. Sello de la obra creadora fue la bendición y
consagración del día en el que Dios cesó de “toda la obra creadora que Dios
había hecho” (Gn 2,3). De este día del descanso de Dios toma sentido el tiempo,
asumiendo, en la sucesión de las semanas, no sólo un ritmo cronológico, sino,
por así decir, una dimensión teológica. En efecto, el continuo retorno del “shabbat”
aparta el tiempo del riesgo de encerrarse en sí mismo, para que quede abierto
al horizonte de lo eterno, mediante la acogida de Dios y de sus kairoi, es
decir, de los tiempos de su gracia y de sus intervenciones salvíficas.
61. El “shabbat”, día séptimo bendecido y
consagrado por Dios, a la vez que concluye toda la obra de la creación, se une
inmediatamente a la obra del sexto día, en el cual Dios hizo al hombre “a su
imagen y semejanza” (cf. Gn 1,26). Esta relación más inmediata entre el “día de
Dios” y el “día del hombre” no escapó a los Padres en su meditación sobre el
relato bíblico de la creación. A este respecto dice Ambrosio: “Gracias pues a
Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera encontrar descanso. Hizo
el cielo, pero no leo que allí haya descansado; hizo las estrellas, la luna, el
sol, y ni tan siquiera ahí leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo,
que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía
perdonar los pecados”. (106) El “día de Dios” tendrá así para siempre una
relación directa con el “día del hombre”. Cuando el mandamiento de Dios dice: “Acuérdate
del día del sábado para santificarlo” (Ex 20,8), el descanso mandado para
honrar el día dedicado a él no es, para el hombre, una imposición pesada, sino
más bien una ayuda para que se dé cuenta de su dependencia del Creador vital y
liberadora, y a la vez la vocación a colaborar en su obra y acoger su gracia.
Al honrar el “descanso” de Dios, el hombre se encuentra plenamente a sí mismo,
y así el día del Señor se manifiesta marcado profundamente por la bendición
divina (cf. Gn 2,3) y, gracias a ella, dotado, como los animales y los hombres
(cf. Gn 1,22.28), de una especie de “fecundidad”. Ésta se manifiesta sobre todo
en el vivificar y, en cierto modo, “multiplicar” el tiempo mismo, aumentando en
el hombre, con el recuerdo del Dios vivo, el gozo de vivir y el deseo de
promover y dar la vida.
62. El cristiano debe recordar, pues, que, si
para él han decaído las manifestaciones del sábado judío, superadas por el “cumplimiento”
dominical, son válidos los motivos de fondo que imponen la santificación del “día
del Señor”, indicados en la solemnidad del Decálogo, pero que se han de
entender a la luz de la teología y de la espiritualidad del domingo: “Guardarás
el día del sábado para santificarlo, como te lo ha mandado el Señor tu Dios.
Seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de
descanso para el Señor tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni
tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguna de tus
bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades; de modo que puedan
descansar, como tú, tu siervo y tu sierva. Recuerda que fuiste esclavo en el
país de Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso
brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado” (Dt
5,12-15). La observancia del sábado aparece aquí íntimamente unida a la obra de
liberación realizada por Dios para su pueblo.
63. Cristo vino a realizar un nuevo “éxodo”, a
dar la libertad a los oprimidos. El obró muchas curaciones el día de sábado
(cf. Mt 12,9-14 y paralelos), ciertamente no para violar el día del Señor, sino
para realizar su pleno significado: “El sábado ha sido instituido para el
hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27). Oponiéndose a la
interpretación demasiado legalista de algunos contemporáneos suyos, y
desarrollando el auténtico sentido del sábado bíblico, Jesús, “Señor del sábado”
(Mc 2,28), orienta la observancia de este día hacia su carácter liberador, junto
con la salvaguardia de los derechos de Dios y de los derechos del hombre. Así
se entiende por qué los cristianos, anunciadores de la liberación realizada por
la sangre de Cristo, se sintieran autorizados a trasladar el sentido del sábado
al día de la resurrección. En efecto, la Pascua de Cristo ha liberado al hombre
de una esclavitud mucho más radical de la que pesaba sobre un pueblo oprimido:
la esclavitud del pecado, que aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y
de los demás, poniendo siempre en la historia nuevas semillas de maldad y de
violencia.
El día del descanso
64. Durante algunos siglos los cristianos han
vivido el domingo sólo como día del culto, sin poder relacionarlo con el
significado específico del descanso sabático. Solamente en el siglo IV, la ley
civil del Imperio Romano reconoció el ritmo semanal, disponiendo que en el “día
del sol” los jueces, las poblaciones de las ciudades y las corporaciones de los
diferentes oficios dejaran de trabajar. (107) Los cristianos se alegraron de
ver superados así los obstáculos que hasta entonces habían hecho heroica a
veces la observancia del día del Señor. Ellos podían dedicarse ya a la oración
en común sin impedimentos. (108)
Sería, pues, un error ver en la legislación
respetuosa del ritmo semanal una simple circunstancia histórica sin valor para
la Iglesia y que ella podría abandonar. Los Concilios han mantenido, incluso
después de la caída del Imperio, las disposiciones relativas al descanso
festivo. En los Países donde los cristianos son un número reducido y donde los
días festivos del calendario no se corresponden con el domingo, éste es siempre
el día del Señor, el día en el que los fieles se reúnen para la asamblea
eucarística. Esto, sin embargo, cuesta sacrificios no pequeños. Para los cristianos
no es normal que el domingo, día de fiesta y de alegría, no sea también el día
de descanso, y es ciertamente difícil para ellos “santificar” el domingo, no
disponiendo de tiempo libre suficiente.
65. Por otra parte, la relación entre el día
del Señor y el día de descanso en la sociedad civil tiene una importancia y un
significado que están más allá de la perspectiva propiamente cristiana. En
efecto, la alternancia entre trabajo y descanso, propia de la naturaleza
humana, es querida por Dios mismo, como se deduce del pasaje de la creación en
el Libro del Génesis (cf. 2,2-3; Ex 20,8-11): el descanso es una cosa “sagrada”,
siendo para el hombre la condición para liberarse de la serie, a veces
excesivamente absorbente, de los compromisos terrenos y tomar conciencia de que
todo es obra de Dios. El poder prodigioso que Dios da al hombre sobre la
creación correría el peligro de hacerle olvidar que Dios es el Creador, del
cual depende todo. En nuestra época es mucho más urgente este reconocimiento,
pues la ciencia y la técnica han extendido increíblemente el poder que el
hombre ejerce por medio de su trabajo.
66. Es preciso, pues, no perder de vista que,
incluso en nuestros días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya
sea por las miserables condiciones en que se realiza y por los horarios que
impone, especialmente en las regiones más pobres del mundo, ya sea porque
subsisten, en las mismas sociedades más desarrolladas económicamente,
demasiados casos de injusticia y de abuso del hombre por parte del hombre
mismo. Cuando la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha legislado sobre el
descanso dominical, (109) ha considerado sobre todo el trabajo de los siervos y
de los obreros, no porque fuera un trabajo menos digno respecto a las
exigencias espirituales de la práctica dominical, sino porque era el más
necesitado de una legislación que lo hiciera más llevadero y permitiera a todos
santificar el día del Señor. A este respecto, mi predecesor León XIII en la
Encíclica Rerum novarum presentaba el descanso festivo como un derecho del
trabajador que el Estado debe garantizar. (110)
Rige aún en nuestro contexto histórico la obligación
de empeñarse para que todos puedan disfrutar de la libertad, del descanso y la
distensión que son necesarios a la dignidad de los hombres, con las
correspondientes exigencias religiosas, familiares, culturales e
interpersonales, que difícilmente pueden ser satisfechas si no es salvaguardado
por lo menos un día de descanso semanal en el que gozar juntos de la
posibilidad de descansar y de hacer fiesta. Obviamente este derecho del
trabajador al descanso presupone su derecho al trabajo y, mientras
reflexionamos sobre esta problemática relativa a la concepción cristiana del
domingo, recordamos con profunda solidaridad el malestar de tantos hombres y
mujeres que, por falta de trabajo, se ven obligados en los días laborables a la
inactividad.
67. Por medio del descanso dominical, las
preocupaciones y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las
cosas materiales por las cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del
espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en
el diálogo más sereno, su verdadero rostro. Las mismas bellezas de la
naturaleza - deterioradas muchas veces por una lógica de dominio que se vuelve
contra el hombre - pueden ser descubiertas y gustadas profundamente. Día de paz
del hombre con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, el domingo es también
un momento en el que el hombre es invitado a dar una mirada regenerada sobre
las maravillas de la naturaleza, dejándose arrastrar en la armonía maravillosa
y misteriosa que, como dice san Ambrosio, por una “ley inviolable de concordia
y de amor”, une los diversos elementos del cosmos en un “vínculo de unión y de
paz”. (111) El hombre se vuelve entonces consciente, según las palabras del
Apóstol, de que “todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar
ningún alimento que se coma con acción de gracias; pues queda santificado por
la Palabra de Dios y por la oración” (1 Tm 4,4-5). Por tanto, si después de
seis días de trabajo - reducidos ya para muchos a cinco - el hombre busca un
tiempo de distensión y de más atención a otros aspectos de la propia vida, esto
responde a una auténtica necesidad, en plena armonía con la perspectiva del
mensaje evangélico. El creyente está, pues, llamado a satisfacer esta
exigencia, conjugándola con las expresiones de su fe personal y comunitaria,
manifestada en la celebración y santificación del día del Señor.
Por eso, es natural que los cristianos procuren que,
incluso en las circunstancias especiales de nuestro tiempo, la legislación
civil tenga en cuenta su deber de santificar el domingo. De todos modos, es un
deber de conciencia la organización del descanso dominical de modo que les sea
posible participar en la Eucaristía, absteniéndose de trabajos y asuntos
incompatibles con la santificación del día del Señor, con su típica alegría y
con el necesario descanso del espíritu y del cuerpo. (112)
68. Además, dado que el descanso mismo, para
que no sea algo vacío o motivo de aburrimiento, debe comportar enriquecimiento
espiritual, mayor libertad, posibilidad de contemplación y de comunión
fraterna, los fieles han de elegir, entre los medios de la cultura y las
diversiones que la sociedad ofrece, los que estén más de acuerdo con una vida
conforme a los preceptos del Evangelio. En esta perspectiva, el descanso
dominical y festivo adquiere una dimensión “profética”, afirmando no sólo la
primacía absoluta de Dios, sino también la primacía y la dignidad de la persona
en relación con las exigencias de la vida social y económica, anticipando, en
cierto modo, los “cielos nuevos” y la “tierra nueva”, donde la liberación de la
esclavitud de las necesidades será definitiva y total. En resumen, el día del
Señor se convierte así también, en el modo más propio, en el día del hombre.
Día de la solidaridad
69. El domingo debe ofrecer también a los
fieles la ocasión de dedicarse a las actividades de misericordia, de caridad y
de apostolado. La participación interior en la alegría de Cristo resucitado
implica compartir plenamente el amor que late en su corazón: ¡no hay alegría
sin amor! Jesús mismo lo explica, relacionando el “mandamiento nuevo” con el
don de la alegría: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor,
como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os
he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado.
Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he
amado” (Jn 15,10-12).
La Eucaristía dominical, pues, no sólo no aleja de
los deberes de caridad, sino al contrario, compromete más a los fieles “a toda
clase de obras de caridad, piedad y apostolado, mediante las cuales se
manifieste que los cristianos, aunque no son de este mundo, sin embargo son luz
del mundo y glorifican al Padre ante los hombres”. (113)
70. De hecho, desde los tiempos apostólicos,
la reunión dominical fue para los cristianos un momento para compartir
fraternalmente con los más pobres. “Cada primer día de la semana, cada uno de
vosotros reserve en su casa lo que haya podido ahorrar” (1 Co 16,2). Aquí se
trata de la colecta organizada por Pablo en favor de las Iglesias pobres de
Judea. En la Eucaristía dominical el corazón creyente se abre a toda la
Iglesia. Pero es preciso entender en profundidad la invitación del Apóstol, que
lejos de promover una mentalidad reductiva sobre el “óbolo”, hace más bien una
llamada a una exigente cultura del compartir, llevada a cabo tanto entre los
miembros mismos de la comunidad como en toda la sociedad. (114) Es más que
nunca importante escuchar las severas exhortaciones a la comunidad de Corinto,
culpable de haber humillado a los pobres en el ágape fraterno que acompañaba a
la “cena del Señor”: “Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la
cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno
pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que
despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen?” (1 Co
11,20-22). Valientes son asimismo las palabras de Santiago: “Supongamos que
entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido
espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís
vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: "Tú,
siéntate aquí, en un buen lugar"; y en cambio al pobre le decís: "Tú,
quédate ahí de pie", o "Siéntate a mis pies". ¿No sería esto
hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con criterios malos?” (2,2-4).
71. Las enseñanzas de los Apóstoles
encontraron rápidamente eco desde los primeros siglos y suscitaron vigorosos
comentarios en la predicación de los Padres de la Iglesia. Palabras ardorosas
dirigía san Ambrosio a los ricos que presumían de cumplir sus obligaciones
religiosas frecuentando la iglesia sin compartir sus bienes con los pobres y
quizás oprimiéndolos: “¿Escuchas, rico, qué dice el Señor? Y tú vienes a la
iglesia no para dar algo a quien es pobre sino para quitarle”. (115) No menos
exigente es san Juan Crisóstomo: “¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo
desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres
aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y
desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a
realidad lo que decía, afirmo también: Tuve hambre y no me disteis de comer, y
más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí
en persona lo dejasteis de hacer [...] ¿De qué serviría adornar la mesa de
Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de
comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo”.
(116)
Son palabras que recuerdan claramente a la comunidad
cristiana el deber de hacer de la Eucaristía el lugar donde la fraternidad se
convierta en solidaridad concreta, y los últimos sean los primeros por la
consideración y el afecto de los hermanos, donde Cristo mismo, por medio del
don generoso hecho por los ricos a los más pobres, pueda de alguna manera
continuar en el tiempo el milagro de la multiplicación de los panes. (117)
72. La Eucaristía es acontecimiento y proyecto
de fraternidad. Desde la Misa dominical surge una ola de caridad destinada a
extenderse a toda la vida de los fieles, comenzando por animar el modo mismo de
vivir el resto del domingo. Si éste es día de alegría, es preciso que el
cristiano manifieste con sus actitudes concretas que no se puede ser feliz “solo”.
Él mira a su alrededor para identificar a las personas que necesitan su
solidaridad. Puede suceder que en su vecindario o en su ámbito de amistades
haya enfermos, ancianos, niños e inmigrantes, que precisamente en domingo
sienten más duramente su soledad, sus necesidades, su condición de sufrimiento.
Ciertamente la atención hacia ellos no puede limitarse a una iniciativa
dominical esporádica. Pero teniendo una actitud de entrega más global, ¿por qué
no dar al día del Señor un mayor clima en el compartir, poniendo en juego toda
la creatividad de que es capaz la caridad cristiana? Invitar a comer consigo a
alguna persona sola, visitar enfermos, proporcionar comida a alguna familia
necesitada, dedicar alguna hora a iniciativas concretas de voluntariado y de
solidaridad, sería ciertamente una manera de llevar en la vida la caridad de
Cristo recibida en la Mesa eucarística.
73. Vivido así, no sólo la Eucaristía
dominical sino todo el domingo se convierte en una gran escuela de caridad, de
justicia y de paz. La presencia del Resucitado en medio de los suyos se
convierte en proyecto de solidaridad, urgencia de renovación interior, dirigida
a cambiar las estructuras de pecado en las que los individuos, las comunidades,
y a veces pueblos enteros, están sumergidos. Lejos de ser evasión, el domingo
cristiano es más bien “profecía” inscrita en el tiempo; profecía que obliga a
los creyentes a seguir las huellas de Aquél que vino “para anunciar a los
pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a
los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia
del Señor” (Lc 4,18-19). Poniéndose a su escucha, en la memoria dominical de la
Pascua y recordando su promesa: “Mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27), el
creyente se convierte a su vez en operador de paz.
CAPÍTULO V - DIES DIERUM
El domingo fiesta primordial, reveladora del sentido del tiempo
Cristo Alfa y Omega del tiempo
74. “En el cristianismo el tiempo tiene una
importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su
interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la
"plenitud de los tiempos" de la Encarnación y su término en el
retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo
encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es
eterno”. (118)
Los años de la existencia terrena de Cristo, a la luz
de Nuevo Testamento, son realmente el centro del tiempo. Este centro tiene su
culmen en la resurrección. En efecto, si es verdad que él es Dios hecho hombre
desde el primer instante de su concepción en el seno de la Santísima Virgen, es
también verdad que sólo con la resurrección su humanidad es totalmente
transfigurada y glorificada, revelando de ese modo plenamente su identidad y
gloria divina. En el discurso tenido en la sinagoga de Antioquía de Pisidia
(cf. Hch 13,33), Pablo aplica precisamente a la resurrección de Cristo la
afirmación del Salmo 2: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado” [7].
Precisamente por esto, en la celebración de la Vigilia pascual, la Iglesia
presenta a Cristo Resucitado como “Principio y Fin, Alfa y Omega”. Estas
palabras, pronunciadas por el celebrante en la preparación del cirio pascual,
sobre el cual se marca la cifra del año en curso, ponen de relieve el hecho de
que “Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año,
cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección, para
de este modo encontrarse de nuevo en la "plenitud de los tiempos"“.
(119)
75. Al ser el domingo la Pascua semanal, en la
que se recuerda y se hace presente el día en el cual Cristo resucitó de entre
los muertos, es también el día que revela el sentido del tiempo. No hay
equivalencia con los ciclos cósmicos, según los cuales la religión natural y la
cultura humana tienden a marcar el tiempo, induciendo tal vez al mito del
eterno retorno. ¡El domingo cristiano es otra cosa! Brotando de la
Resurrección, atraviesa los tiempos del hombre, los meses, los años, los siglos
como una flecha recta que los penetra orientándolos hacia la segunda venida de
Cristo. El domingo prefigura el día final, el de la Parusía, anticipada ya de
alguna manera en el acontecimiento de la Resurrección.
En efecto, todo lo que ha de suceder hasta el fin del
mundo no será sino una expansión y explicitación de lo que sucedió el día en
que el cuerpo martirizado del Crucificado resucitó por la fuerza del Espíritu y
se convirtió a su vez en la fuente del mismo Espíritu para la humanidad. Por
esto, el cristiano sabe que no debe esperar otro tiempo de salvación, ya que el
mundo, cualquiera que sea su duración cronológica, vive ya en el último tiempo.
No sólo la Iglesia, sino el cosmos mismo y la historia están continuamente
regidos y guiados por Cristo glorificado. Esta energía vital es la que impulsa
la creación, que “gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8,22),
hacia la meta de su pleno rescate. De este proceso, el hombre no puede tener
más que una oscura intuición; los cristianos tienen la clave y certeza de ello,
y la santificación del domingo es un testimonio significativo que ellos están
llamados a ofrecer, para que los tiempos del hombre estén siempre sostenidos
por la esperanza.
El domingo en el año litúrgico
76. Si el día del Señor, con su ritmo semanal,
está enraizado en la tradición más antigua de la Iglesia y es de vital
importancia para el cristiano, no ha tardado en implantarse otro ritmo: el
ciclo anual. En efecto, es propio de la psicología humana celebrar los
aniversarios, asociando al paso de las fechas y de las estaciones el recuerdo
de los acontecimientos pasados. Cuando se trata de acontecimientos decisivos
para la vida de un pueblo, es normal que su celebración suscite un clima de
fiesta que rompe la monotonía de los días.
Pues bien, los principales acontecimientos de
salvación en que se fundamenta la vida de la Iglesia estuvieron, por designio
de Dios, vinculados estrechamente a la Pascua y a Pentecostés, fiestas anuales
de los judíos, y prefigurados proféticamente en dichas fiestas. Desde el siglo
II, la celebración por parte de los cristianos de la Pascua anual, junto con la
de la Pascua semanal, ha permitido dar mayor espacio a la meditación del
misterio de Cristo muerto y resucitado. Precedida por un ayuno que la prepara,
celebrada en el curso de una larga vigilia, prolongada en los cincuenta días que
llevan a Pentecostés, la fiesta de Pascua, “solemnidad de las solemnidades”, se
ha convertido en el día por excelencia de la iniciación de los catecúmenos. En
efecto, si por medio del bautismo ellos mueren al pecado y resucitan a la vida
nueva es porque Jesús “fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado
para nuestra justificación” (Rm 4,25; cf. 6,3-11). Vinculada íntimamente con el
misterio pascual, adquiere un relieve especial la solemnidad de Pentecostés, en
la que se celebran la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos
con María, y el comienzo de la misión hacia todos los pueblos. (120)
77. Esta lógica conmemorativa ha guiado la
estructuración de todo el año litúrgico. Como recuerda el Concilio Vaticano II,
la Iglesia ha querido distribuir en el curso del año “todo el misterio de
Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento hasta la Ascensión, el día de
Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor. Al
conmemorar así los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y
de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo,
durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la
gracia de la salvación”. (121)
Celebración solemnísima,
después de Pascua y de Pentecostés, es sin duda la Navidad del Señor, en la
cual los cristianos meditan el misterio de la Encarnación y contemplan al Verbo
de Dios que se digna asumir nuestra humanidad para hacernos partícipes de su
divinidad.
78. Asimismo, “en la celebración de este ciclo
anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a
la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo
indisoluble a la obra salvadora de su Hijo”. (122) Del mismo modo,
introduciendo en el ciclo anual, con ocasión de sus aniversarios, las memoras
de los mártires y de otros santos, “proclama la Iglesia el misterio pascual
cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con él”.
(123) El recuerdo de los santos, celebrado con el auténtico espíritu de la
liturgia, no disminuye el papel central de Cristo, sino que al contrario lo
exalta, mostrando el poder de su redención. Al respecto, dice san Paulino de
Nola: “Todo pasa, la gloria de los santos dura en Cristo, que lo renueva todo,
mientras él permanece el mismo”. (124) Esta relación intrínseca de la gloria de
los santos con la de Cristo está inscrita en el estatuto mismo del año
litúrgico y encuentra precisamente en el carácter fundamental y dominante del
domingo como día del Señor, su expresión más elocuente. Siguiendo los tiempos
del año litúrgico, observando el domingo que lo marca totalmente, el compromiso
eclesial y espiritual del cristiano está profundamente incardinado en Cristo,
en el cual encuentra su razón de ser y del que obtiene alimento y estímulo.
79. El domingo se presenta así como el modelo
natural para comprender y celebrar aquellas solemnidades del año litúrgico,
cuyo valor para la existencia cristiana es tan grande que la Iglesia ha
determinado subrayar su importancia obligando a los fieles a participar en la
Misa y a observar el descanso, aunque caigan en días variables de la semana.
(125) El número de estas fechas ha cambiado en las diversas épocas, teniendo en
cuenta las condiciones sociales y económicas, así como su arraigo en la
tradición, además del apoyo de la legislación civil. (126)
El ordenamiento canónico-litúrgico actual prevé la
posibilidad de que cada Conferencia Episcopal, teniendo en cuenta las
circunstancias propias de uno u otro País, reduzca la lista de los días de
precepto. La eventual decisión en este sentido necesita ser confirmada por una
especial aprobación de la Sede Apostólica, (127) y en este caso, la celebración
de un misterio del Señor, como la Epifanía, la Ascensión o la solemnidad del
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, debe trasladarse al domingo, según las
normas litúrgicas, para que los fieles no se vean privados de la meditación del
misterio. (128) Los Pastores procurarán animar a los fieles a participar
también en la Misa con ocasión de las fiestas de cierta importancia que caen
durante la semana. (129)
80. Una consideración pastoral específica se
ha de tener ante las frecuentes situaciones en las que tradiciones populares y
culturales típicas de un ambiente corren el riesgo de invadir la celebración de
los domingos y de otras fiestas litúrgicas, mezclando con el espíritu de la
auténtica fe cristiana elementos que son ajenos o que podrían desfigurarla. En
estos casos conviene clarificarlo, con la catequesis y oportunas intervenciones
pastorales, rechazando todo lo que es inconciliable con el Evangelio de Cristo.
Sin embargo es necesario recordar que a menudo estas tradiciones - y esto es
válido análogamente para las nuevas propuestas culturales de la sociedad civil
- tienen valores que se adecuan sin dificultad a las exigencias de la fe. Es
deber de los Pastores actuar con discernimiento para salvar los valores
presentes en la cultura de un determinado contexto social y sobre todo en la
religiosidad popular, de modo que la celebración litúrgica, principalmente la
de los domingos y fiestas, no sea perjudicada, sino que más bien sea
potenciada. (130)
CONCLUSIÓN
81. Grande es ciertamente la riqueza
espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido.
El domingo, considerando globalmente sus significados y sus implicaciones, es
como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirlo bien. Se
comprende, pues, por qué la observancia del día del Señor signifique tanto para
la Iglesia y sea una verdadera y precisa obligación dentro de la disciplina
eclesial. Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto, debe sentirse
como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana. Es de
importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir su fe,
con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar
parte regularmente en la asamblea eucarística dominical. Si en la Eucaristía se
realiza la plenitud de culto que los hombres deben a Dios y que no se puede
comparar con ninguna otra experiencia religiosa, esto se manifiesta con
eficacia particular precisamente en la reunión dominical de toda la comunidad,
obediente a la voz del Resucitado que la convoca, para darle la luz de su
Palabra y el alimento de su Cuerpo como fuente sacramental perenne de
redención. La gracia que mana de esta fuente renueva a los hombres, la vida y
la historia.
82. Con esta firme convicción de fe,
acompañada por la conciencia del patrimonio de valores incluso humanos
insertados en la práctica dominical, es como los cristianos de hoy deben
afrontar la atracción de una cultura que ha conquistado favorablemente las
exigencias de descanso y de tiempo libre, pero que a menudo las vive
superficialmente y a veces es seducida por formas de diversión que son
moralmente discutibles. El cristiano se siente en cierto modo solidario con los
otros hombres en gozar del día de reposo semanal; pero, al mismo tiempo, tiene
viva conciencia de la novedad y originalidad del domingo, día en el que está llamado
a celebrar la salvación suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día de
alegría y de descanso, esto le viene precisamente por el hecho de que es el “día
del Señor”, el día del Señor resucitado.
83. Descubierto y vivido así, el domingo es
como el alma de los otros días, y en este sentido se puede recordar la
reflexión de Orígenes según el cual el cristiano perfecto “está siempre en el
día del Señor, celebra siempre el domingo”. (131) El domingo es una auténtica
escuela, un itinerario permanente de pedagogía eclesial. Pedagogía
insustituible especialmente en las condiciones de la sociedad actual, marcada
cada vez más fuertemente por la fragmentación y el pluralismo cultural, que
ponen continuamente a prueba la fidelidad de los cristianos ante las exigencias
específicas de su fe. En muchas partes del mundo se perfila la condición de un
cristianismo de la “diáspora”, es decir, probado por una situación de
dispersión, en la cual los discípulos de Cristo no logran mantener fácilmente
los contactos entre sí ni son ayudados por estructuras y tradiciones propias de
la cultura cristiana. En este contexto problemático, la posibilidad de
encontrarse el domingo con todos los hermanos en la fe, intercambiando los
dones de la fraternidad, es una ayuda irrenunciable.
84. El domingo, establecido como sostén de la
vida cristiana, tiene naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. Día de
oración, de comunión y de alegría, repercute en la sociedad irradiando energías
de vida y motivos de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por
Aquél que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte de nuestra
ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos da
para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de eternidad. El
domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en el que la
comunidad cristiana clama a Cristo su “Marana tha, ¡Señor, ven!” (1 Co 16,22).
En este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la
esperanza de los hombres. Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana
iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial,
cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que “no
necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de
Dios, y su lámpara es el Cordero” (Ap 21,23).
85. En esta tensión hacia la meta la Iglesia
es sostenida y animada por el Espíritu. Él despierta su memoria y actualiza
para cada generación de creyentes el acontecimiento de la Resurrección. Es el
don interior que nos une al Resucitado y a los hermanos en la intimidad de un
solo cuerpo, reavivando nuestra fe, derramando en nuestro corazón la caridad y
reanimando nuestra esperanza. El Espíritu está presente sin interrupción en
cada día de la Iglesia, irrumpiendo de manera imprevisible y generosa con la
riqueza de sus dones; pero en la reunión dominical para la celebración semanal
de la Pascua, la Iglesia se pone especialmente a su escucha y camina con él
hacia Cristo, con el deseo ardiente de su retorno glorioso: “El Espíritu y la
Novia dicen: ¡Ven!” (Ap 22,17). Considerando verdaderamente el papel del
Espíritu he deseado que esta exhortación a descubrir el sentido del domingo se
hiciera este año que, en la preparación inmediata para el Jubileo, está
dedicado precisamente al Espíritu Santo.
86. Encomiendo la viva acogida de esta Carta
apostólica, por parte de la comunidad cristiana, a la intercesión de la
Santísima Virgen. Ella, sin quitar nada al papel central de Cristo y de su
Espíritu, está presente en cada domingo de la Iglesia. Lo requiere el mismo
misterio de Cristo: en efecto, ¿cómo podría ella, que es la Mater Domini y la
Mater Ecclesiae, no estar presente por un título especial, el día que es a la
vez dies Domini y dies Ecclesiae?
Hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan
la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a
conservarla y meditarla en el propio corazón (cf. Lc 2,19). Con María los
fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el
sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con
María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del
Magníficat que cantan el don inagotable de la divina misericordia en la
inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en
generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo
peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace
particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima
Trinidad.
87. La proximidad del Jubileo, queridos
hermanos y hermanas, nos invita a profundizar nuestro compromiso espiritual y
pastoral. Este es efectivamente su verdadero objetivo. En el año en que se
celebrará, muchas iniciativas lo caracterizarán y le darán el aspecto singular
que tendrá la conclusión del segundo Milenio y el inicio del tercero de la
Encarnación del Verbo de Dios. Pero este año y este tiempo especial pasarán, a
la espera de otros jubileos y de otras conmemoraciones solemnes. El domingo,
con su “solemnidad” ordinaria, seguirá marcando el tiempo de la peregrinación
de la Iglesia hasta el domingo sin ocaso. Os exhorto, pues, queridos Hermanos
en el episcopado y en el sacerdocio a actuar incansablemente, junto con los
fieles, para que el valor de este día sacro sea reconocido y vivido cada vez
mejor. Esto producirá sus frutos en las comunidades cristianas y ejercerá
benéficos influjos en toda la sociedad civil.
Que los hombres y las
mujeres del tercer Milenio, encontrándose con la Iglesia que cada domingo
celebra gozosamente el misterio del que fluye toda su vida, puedan encontrar
también al mismo Cristo resucitado. Y que sus discípulos, renovándose
constantemente en el memorial semanal de la Pascua, sean anunciadores cada vez
más creíbles del Evangelio y constructores activos de la civilización del amor.
¡A todos mi Bendición!
Vaticano, 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés
del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
NOTAS
(1) Cf. Ap 1,10: “Kyriaké heméra”; cf. también
Didaché 14, 1; S. Ignacio de Antioquía, A los Magnesios 9, 1-2: SC 10, 88-89.
(2) Pseudo Eusebio de Alejandría, Sermón 16:
PG 86, 416.
(3) In die dominica Paschae II, 52: CCL 78,
550.
(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 106.
(5) Ibíd.
(6) Cf. Motu proprio Mysterii paschalis (14 de
febrero de 1969): AAS 61 (1969), 222-226.
(7) Cf. Nota pastoral de la Conferencia
Episcopal Italiana “El día del Señor” (15 de julio de 1984), 5: Ench. CEI 3,
1398.
(8) Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 106.
(9) Homilía al inicio solemne del Pontificado
(22 de octubre de 1978) 5: AAS, 70 (1978), 947.
(10) N. 25: AAS 73 (1981), 639.
(11) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 34.
(12) El sábado es vivido por nuestros hermanos
hebreos con una espiritualidad “esponsal”, como se desprende, por ejemplo, en
los textos del Génesis Rabbah X, 9 y XI, 8 (cf. J. Neusner, Génesis Rabbah,
vol. I, Atlanta 1985, p. 107 y p. 117). De tipo nupcial es también el canto
Leka dôdi: “Estará contento de ti tu Dios, como lo está el esposo con la esposa
[...]. En medio de los fieles de tu pueblo predilecto, ven esposa, Shabbat
reina” (Oración vespertina del sábado, de A. Toaff, Roma 1968-69, p. 3).
(13) Cf. A. J. Heschel, The sabbath.
Its meaning for modern man, (22 ed. 1995), pp. 3-24.
(14) “Verum autem sabbatum ipsum redemptorem
nostrum Iesum Christum Dominum habemus”: Epist. 13,1: CCL 140 A, 992.
(15) Ep. ad Decentium XXV, 4, 7: PL 20,
555.
(16) Homiliae in Hexaemeron II, 8: SC
26, 184.
(17) Cf. In Io. ev. tractatus XX, 20,
2: CCL 36, 203; Epist. 55, 2: CSEL
34, 170-171.
(18) Esta referencia a la resurrección es
particularmente visible en la lengua rusa, en la que el domingo se llama
precisamente “resurrección” (voskresén'e).
(19) Epist. 10, 96, 7.
(20) Cf. ibíd. En relación con la carta de
Plinio, también Tertuliano recuerda los coetus antelucani en Apologeticum 2, 6:
CCL 1, 88; De corona 3, 3: CCL 2, 1043.
(21) A los Magnesios 9, 1-2: SC 10, 88-89.
(22) Sermo 8 in octava Paschalis, 4: PL 46,
841. Este carácter de “primer día” del domingo es evidente en el calendario
litúrgico latino, donde el lunes se denomina feria secunda, el martes feria
tertia, etc. Semejante denominación de los días de la semana se encuentra en la
lengua portuguesa.
(23) S. Gregorio de Nisa, De castigatione: PG
46, 309. En la liturgia maronita se subraya también la relación entre el sábado
y el domingo, a partir del “misterio del Sábado Santo” (cf. M. Hayek, Maronite
[Église],, Dictionnaire de spiritualité, X[1980], 632-644.
(24) Rito del Bautismo de niños, n. 9; cf. Rito
de la iniciación cristiana de adultos, n. 59.
(25) Cf. Misal Romano, Rito de la aspersión
dominical del agua bendita.
(26) Cf. S. Basilio, Sobre el Espíritu Santo,
27, 66: SC 17, 484-485; cf. también Epístola de Bernabé, 15, 8-9: SC 172,
186-189; S. Justino, Diálogo con Trifón, 24.138: PG 6, 528.793; Orígenes,
Comentario sobre los Salmos, Salmo 119 [118], 1: PG 12, 1588.
(27) “Domine, praestitisti nobis pacem quietis,
pacem sabbati, pacem sine vespera”: Confesiones 13, 50: CCL 27, 272.
(28) Cf. S. Agustín, Epist. 55,17: CSEL 34,
188: “Ita ergo erit octavus, qui primus, ut prima vita sed aeterna reddatur”.
(29) En inglés Sunday y en alemán
Sonntag.
(30) Apología I, 67: PG 6, 430.
(31) Cf. S. Máximo de Turín, Sermo 44, 1: CCL
23, 178; Id., Sermo 53, 2: CCL 23, 219; Eusebio de Cesarea, Comm. in Ps 91: PG
23, 1169-1173.
(32) Véase, por ejemplo, el himno para el
Oficio de las Lecturas: “Dies aetasque ceteris octava splendet sanctior in te
quam, Iesu, consecras primitiae surgentium” (I sem.); y también: “Salve dies,
dierum gloria, dies felix Christi victoria, dies digna iugi laetitia dies
prima. Lux divina caecis irradiat, in qua Christus infernum spoliat, mortem
vincit et reconciliat summis ima.” (II sem.). Expresiones parecidas se
encuentran en himnos adoptados en la Liturgia de las Horas en diversas lenguas
modernas.
(33) Cf. Clemente de Alejandría, Stromati, VI,
138, 1-2: PG 9, 364.
(34) Cf. Enc. Dominum et vivificantem (18 de
mayo de 1986), 22-26: AAS 78 (1986), 829-837.
(35) Cf. S. Atanasio de Alejandría, Cartas
dominicales 1, 10: PG 26, 1366.
(36) Cf. Bardesane, Diálogo sobre el destino,
46: PS 2, 606-607.
(37) Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, Apéndice: Declaración sobre la revisión del calendario.
(38) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 9.
(39) Cf. Carta Dominicae Cenae (24 de febrero
de 1980), 4; AAS 72 (1980), 120; Enc. Dominum et vivificantem (18 de mayo de
1986), 62-64: AAS 78 (1986), 889-894.
(40) Cf. Carta ap. Vicesimus quintus annus (4
de diciembre de 1988), 9; AAS 81 (1989), 905-906.
(41) N. 2177.
(42) Cf. Carta ap. Vicesimus quintus annus (4
de diciembre de 1988), 9: AAS 81 (1989), 905-906.
(43) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41; cf. Decr. Christus Dominus, sobre el
oficio pastoral de los obispos, 15.
(44) Son palabras del embolismo, formulado con
esta o análogas expresiones en algunas plegarias eucarísticas en diversas
lenguas. Dichas palabras subrayan eficazmente el carácter “pascual” del
domingo.
(45) Cf. Congr. para la Doctrina de la fe,
Carta Communionis notio, a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos
aspectos de la Iglesia como comunión (28 de mayo de 1992), 11-14: AAS 85
(1993), 844-847.
(46) Discurso al tercer grupo de Obispos de los
Estados Unidos de América (17 de marzo de 1998), 4: L'Osservatore Romano ed. en
lengua española, 10 de abril de 1998, p. 9.
(47) Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 42.
(48) S. Congr. de Ritos, Instrucción
Eucharisticum mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de
1967), 26: AAS 59 (1967), 555.
(49) Cf. S. Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4,
553; Id. De cath. Eccl. unitate, 7: CSEL 31, 215; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre
la sagrada liturgia, 26.
(50) Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de
noviembre de 1981), 57; 61: AAS 74 (1982), 151; 154.
(51) Cf. S. Congr. para el Culto Divino,
Directorio para las Misas con niños (1 de noviembre de 1973): AAS 66 (1974),
30-46.
(52) S. Congr. de Ritos, Instrucción
Eucharisticum mysterium sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de
1967), 26: AAS 59 (1967), 555-556; S. Congr. Para los Obispos, Directorio
Ecclesiae imago para el ministerio pastoral de los obispos (22 de febrero de
1973), 86c: Ench. Vat. 4, n. 2071.
(53) Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 de diciembre de 1988), 30: AAS 81 (1989), 446-447.
(54) S. Congr. Para el Culto Divino, Instruc.
Las misas para grupos particulares (15 de mayo de 1969), 10: AAS 61 (1969),
810.
(55) Cf. Conc. Ecum Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 48-51.
(56) “Haec est vita nostra,
ut desiderando exerceamur”: S. Agustín, In prima Ioan. tract. 4,6: SC 75, 232.
(57) Misal Romano, Embolismo después del Padre
Nuestro.
(58) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
(59) Ibíd., Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 1; cf. Enc. Dominum et vivificantem (18 de mayo de 1986), 61-64:
AAS 78 (1986), 888-894.
(60) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7; cf. 33.
(61) Ibíd., 56; cf. Ordo Lectionum Missae,
Praenotanda, 10.
(62) Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 51.
(63) Cf. ibíd., 52; Código de Derecho Canónico,
can. 767 § 2; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 614.
(64) Const. ap. Missale Romanum (3 de abril de
1969): AAS 61 (1969), 220.
(65) En la Const. Sacrosanctum Concilium, 24,
se habla de “suavis et vivus Sacrae Scripturae affectus”.
(66) Carta Dominicae Cenae (24 de febrero de 1980),
10: AAS 72 (1980), 135.
(67) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 25.
(68) Cf. Ordo lectionum Missae, Praenotanda,
cap. III.
(69) Cf. Ordo lectionum Missae, Praenotanda,
cap. I, 6.
(70) Conc. Ecum. Tridentino, Sess. XXII,
Doctrina y cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa, II: DS, 1743; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1366.
(71) Catecismo de la Iglesia Católica, 1368.
(72) S. Congr. de Ritos, Instr. Eucharisticum
mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de 1967), 3 b:
AAS 59 (1967), 541; cf. Pío XII, Enc. Mediator Dei (20 de noviembre de 1947),
II: AAS, 39 (1947), 564-566.
(73) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
1385; cf. también Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la
Iglesia católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los
fieles divorciados y vueltos a casar (14 de septiembre de 1994): AAS 86 (1994),
974-979.
(74) Cf. Inocencio I, Epist. 25, 1 a Decenzio
de Gubbio: PL 20, 553.
(75) II, 59; 2-3: ed. F. X. Funk, 1905,
170-171.
(76) Cf. Apologia I, 67, 3-5: PG 6, 430.
(77) Acta SS. Saturnini, Dativi et
aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7,9,10: PL 8, 707.709-710.
(78) Cf. can. 21, Mansi, Conc. II, 9.
(79) Cf. can. 47, Mansi, Conc. VIII, 332.
(80) Véase la proposición contraria, condenada
por Inocencio XI en 1679, sobre la obligación moral de la santificación de la
fiesta: DS 2152.
(81) Can. 1248: “Festis de praecepto diebus
Missa audienda est”; can. 1247 § 1: “Dies festi sub praecepto in universa
Ecclesia sunt... omnes et singuli dies dominici”.
(82) Código de Derecho Canónico, can. 1247; el
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 § 1, prescribe que “los
fieles cristianos están obligados los domingos y días de precepto a participar
en la Divina Liturgia o bien, según las prescripciones o la legítima costumbre
de la propia Iglesia sui iuris, en la celebración de las alabanzas divinas”.
(83) N. 2181: “Los que deliberadamente faltan a
esta obligación cometen un pecado grave”.
(84) S. Congr. para los Obispos, Directorio
Ecclesiae imago para el ministerio pastoral de los obispos (22 de febrero de
1973), 86a: Ench. Vat. 4, 2069.
(85) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 905 §
2.
(86) Cf. Pío XII, Cons. ap. Christus Dominus (6
de enero de 1953): AAS 45 (1953), 15-24; Motu proprio Sacram Communionem (19 de
marzo de 1957): AAS 49 (1957), 177-178; Congr. S. Oficio, Istr. sobre la
disciplina del ayuno eucarístico (6 de enero de 1953): AAS 45 (1953), 47-51.
(87) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1248
§ 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 § 2.
(88) Cf. Missale Romanum, Normae universales de
Anno liturgico et de Calendario, 3.
(89) Cf. S. Congr. para los Obispos, Directorio
Ecclesiae imago para el ministerio pastoral de los obispos (22 de febrero de
1973), 86: Ench. Vat. 4, 2069-2073.
(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14.26; Carta ap. Vicesimus
quintus annus (4 de diciembre de 1988), 4.6.12: AAS 81 (1989), 900-901; 902;
909-910.
(91) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10.
(92) Cf. Instr. interdicasterial Ecclesiae de
mysterio, sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles
laicos con el ministerio de los sacerdotes (15 de agosto de 1997), 6.8: AAS 89
(1997), 869.870-872.
(93) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10: “in
oblationem Eucharistiae concurrunt”.
(94) Ibíd., 11.
(95) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1248
§ 2.
(96) Cf. S. Congr. para el Culto Divino,
Directorio Christi Ecclesia para las celebraciones dominicales en ausencia del
sacerdote (2 de junio de 1988): Ench. Vat. 11, 442-468; Instr. interdicasterial
Ecclesiae de mysterio acerca de algunas cuestiones sobre la colaboración de los
fieles laicos con el ministerio de los sacerdotes (15 de agosto de 1997): AAS
89 (1997), 852-877.
(97) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1248
§ 2; Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 de
agosto de 1983), III: AAS 75 (1983), 1007.
(98) Cf. Pont. Comisión para los Medios de
Comunicación Social, Instr. past. Communio et progressio sobre los medios de
comunicación social (23 de mayo de 1971), 150-152.157: AAS 63 (1971),
645-646.647.
(99) Proclamación diaconal en honor del día del
Señor: véase el texto siriaco en el Misal según el rito de la Iglesia de
Antioquía de los Maronitas (ed. en siriaco y árabe), Jounieh (Líbano) 1959, 38.
(100) V, 20, 11: ed. F.X. Funk 1905, 298;
cf. Didaché 14, 1: ed. F.X. Funk,
1901, 32; Tertuliano, Apologeticum 16, 11: CCL 1, 116. Véase en concreto
Epístola de Bernabé, 15, 9: SC 172, 188-189: “He ahí por qué celebramos como
una fiesta gozosa el octavo día en el que Jesús resucitó de entre los muertos
y, después de haber aparecido, subió al cielo”.
(101) Tertuliano, por ejemplo, nos informa que
en los domingos estaba prohibido arrodillarse, ya que esta postura, al ser
considerada sobre todo como gesto penitencial, parecía poco oportuna en el día
de la alegría: cf. De corona 3,4: CCL 2, 1043.
(102) Ep. 55, 28: CSEL 342, 202.
(103) Cf. S. Teresa del Niño Jesús y de la Santa
Faz, Derniers entretiens, 5-6 julio 1897, en: Oeuvres complètes, Cerf-Desclée
de Brouwer, París, 1992, 1024-1025.
(104) Exhort. ap. Gaudete in Domino (9
de mayo de 1975), II: AAS 67 (1975), 295.
(105) Ibíd, VII, l.c., 322.
(106) Hex. 6, 10, 76: CSEL 321, 261.
(107) Cf. Edicto de Constantino, 3 de julio del
321: Codex Theodosianus II, tit. 8, 1, ed. Th. Mommsen, 12, 87; Codex
Iustiniani, 3, 12, 2, ed. P. Krueger, 248.
(108) Cf. Eusebio de Cesarea, Vida de
Constantino, 4, 18: PG 20, 1165.
(109) El documento eclesiástico más antiguo
sobre este tema es el canon 29 del Concilio de Laodicea (segunda mitad del
siglo IV): Mansi, II, 569-570. Desde el siglo VI al IX muchos Concilios
prohibieron las “opera ruralia”. La legislación sobre los trabajos prohibidos,
sostenida también por las leyes civiles, fue progresivamente muy precisa.
(110) Cf. Enc. Rerum novarum (15 de mayo de 1891):
Acta Leonis XIII 11 (1891), 127-128.
(111) Hex. 2, 1, 1: CSEL 321, 41.
(112) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1247;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 §§ 1.4.
(113) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 9.
(114) Cf. también S. Justino, Apología I, 67,6: “Los
que viven en la abundancia y quieren dar, dan libremente cada uno lo que
quiere, y lo que se recoge se da al que preside y él asiste a los huérfanos,
las viudas, los enfermos, los indigentes, los prisioneros, los huéspedes
extranjeros, en una palabra, socorre a todos los que tienen necesidad”: PG 6,
430.
(115) De Nabuthae, 10, 45: “Audis, dives, quid
Dominus Deus dicat? Et tu ad ecclesiam venis, non ut aliquid largiaris pauperi,
sed ut auferas”: CSEL 322, 492.
(116) Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50,
3-4: PG 58, 508.509.
(117) Cf. S. Paulino de Nola, Ep. 13, 11-12 a
Pamaquio: CSEL 29, 92-93. El senador romano es alabado precisamente por haber
reproducido casi el milagro evangélico, uniendo a la participación eucarística
la distribución de comida a los pobres.
(118) Carta apost. Tertio millennio adveniente
(10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995), 11.
(119) Ibíd.
(120) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
731-732.
(121) Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 102.
(122) Ibíd., 103.
(123) Ibíd., 104.
(124) Carm. XVI, 3-4: “Omnia praetereunt,
sanctorum gloria durat in Christo qui cuncta novat, dum permanet ipse”: CSEL
30, 67.
(125) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1247;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 §§ 1.4.
(126) Por derecho común, en la Iglesia latina
son de precepto los días de Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y
Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción, Asunción,
San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, Todos los Santos: cf.
Código de Derecho Canónico, can. 1246. Días festivos de precepto comunes a
todas las Iglesias orientales son los de Navidad, Epifanía, Ascensión,
Dormición de Santa María Madre de Dios, Santos Apóstoles Pedro y Pablo: cf.
Código de los cánones de las Iglesias Orientales, can. 880 § 3.
(127) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1246
§ 2; para las Iglesias orientales, véase Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, can. 880 § 3.
(128) Cf. S. Congr. de Ritos, Normae universales
de Anno liturgico et de Calendario (21 de marzo de 1969), 5.7: Ench. Vat. 3,
895.897.
(129) Cf. Caeremoniale Episcoporum, ed. typica
1995, n. 230.
(130) Cf. ibíd., n. 223.
(131) Contra Celso VIII, 22: SC 150,
222-224.
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