Córdoba, 16 de abril de 2015
En el mundo entero.
Celebramos este año el centenario de aquel genocidio armenio, que eliminó a un
millón y medio de cristianos, sólo por ser cristianos. A lo largo del siglo XX
ha habido otros exterminios. En nuestra patria mismamente, en los años `30 nuestros
padres y abuelos sufrieron persecución y muchos de ellos martirio (ya
reconocido oficialmente por la Iglesia). Antes, sucedió en México con la
revolución cristera. Después, en muchos países del este de Europa. O en China,
en Vietnam, etc. A lo largo de toda la historia, los cristianos han sido
perseguidos por ser cristianos. Y la sangre de los mártires ha sido siempre
semilla de nuevos cristianos. No saben los perseguidores que cuanto más
persiguen, más afianzan la fe cristiana en tantos lugares de la tierra. Y la
Iglesia se ha abierto camino a lo largo de la historia, en medio de
persecuciones y carencias.
Otro tipo de
persecución, más disimulada, es la de amordazar a los cristianos en los países
de occidente, los países más desarrollados, relegando la presencia de Dios a lo
más íntimo de la conciencia y estableciendo una “neutralidad” laica en la
sociedad civil. Se trata de plantear la vida y la sociedad como si Dios no
existiera o haciendo abstracción de Dios. La confesión pública de la fe se permite,
pero no el influjo de la fe en la esfera de lo público, ni siquiera cuando los
cristianos son la inmensa mayoría. No estoy hablando de confesionalidad, sino
de presencia de lo cristiano en la esfera pública, dentro de una sana laicidad
positiva. En este contexto, la fuerza del Evangelio se amortigua con el
consumismo, la búsqueda del placer y la comodidad, el afán de tener más, la
corrupción en todas sus formas. Corre más peligro la fe en estos ambientes
relajados que en aquellos en los que se persigue cruentamente a los cristianos.
En nuestros días esa
persecución sangrienta continúa en lugares muy distintos: Tierra santa, Irak,
Siria, Libia, Nigeria, Kenia, produciendo listas innumerables de mártires, sólo
por ser cristianos. No pasa una semana sin que tengamos nuevas noticias en este
sentido.
¿Qué podemos hacer?
–En primer lugar, rezar por todos los perseguidos a causa de su fe, para que el
Señor los sostenga, los consuele, los asista. “Bienaventurados vosotros cuanto
os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Alegraos” (Mt 5,11), nos dice Jesús. El previó que en el mundo tendríamos
luchas y persecuciones. Por tanto, no es nada nuevo que los discípulos de
Cristo sufran persecución por causa del Evangelio: “vuestra recompensa será
grande en el cielo”. Los mártires nos hablan, por tanto, de otra vida superior,
de la vida eterna a la que llegamos por el camino de los mandamientos y a donde
llegan de un golpe los que son sacrificados por ser cristianos.
Pero, además, hemos de
ser sensibles y estar atentos para mostrar nuestra solidaridad con los hermanos
cristianos que sufren por causa de su fe. Especialmente llamativo es el
silencio de los países occidentales ante todas estas torturas, y peor todavía
la indiferencia globalizada, como si con nosotros no fuera este asunto. Somos
más sensibles ante los que mueren de hambre que ante los que mueren por su fe.
Y no debiera darse ni lo uno ni lo otro. Hay cauces para hacer llegar nuestra
ayuda material a esos campos de refugiados, donde carecen de todo, solamente
por ser cristianos.
Y no olvidemos nunca
que el perdón es una característica cristiana. Lo que saldría espontáneamente
de un corazón herido, sería la venganza, el odio, la revancha antes o después.
Sin embargo, nuestros hermanos cristianos que mueren por ser cristianos nos dan
un precioso testimonio de amor, de amor supremo, perdonando incluso a quienes
los torturan. Ese amor sólo puede brotar de un corazón como el de Cristo, que
al ser crucificado, perdonaba a sus enemigos y los disculpaba: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). No es bueno, por tanto,
tapar y olvidar el pasado. Recordamos para perdonar, recordamos para que las
heridas queden sanadas, recordamos para aprender de ellos a amar sin medida.
Recibid mi afecto y mi
bendición:
+
Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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