Cuando San Bruno se adentró en los bosques de
Chartreuse (Francia) en el lejano junio de 1084, no sospechaba que sería Padre
de una numerosa familia de monjes e incluso de monjas. Él y sus seis
compañeros, no pretendían más que encontrar "un lugar a propósito para la
vida eremítica donde entregarse a la contemplación del Único Bien".
Sólo después de la muerte
de Bruno (1101) empezó la expansión de la forma de vida que él iniciara. Expansión
que, al principio, revistió características propias. Los primeros monasterios
de monjes cartujos se constituyeron a partir de grupos monásticos ya existentes
que adoptaron las "Costumbres" o Regla en vigor en Chartreuse. Más
tarde esos grupos se unieron y formaron jurídicamente nuestra Orden (1140).
Análogo, en cierto sentido,
fue el origen de la rama femenina de la Cartuja. Las monjas de Prébayon (en
Provenza, Francia), obtuvieron gracias al Beato Juan de España, cartujo de
Montrieux, una copia de las "Costumbres" de la Cartuja y las
adoptaron como Regla (hacia 1145). En esa época el concepto de
"Regla" era muy amplio... Al escoger una, se la podía adaptar a las
necesidades del propio monasterio, y eso es lo que hicieron las monjas de
Prébayon: tomar las "Costumbres cartujanas" conservando al mismo
tiempo ciertos usos peculiares, cosa perfectamente legítima, ya que ningún
vínculo jurídico las unía a la Orden de la Cartuja. Su filiación jurídica se
realizó hacia 1150-1155.
Esa filiación, al
principio, fue principalmente de orden espiritual. El monasterio de Prébayon,
situado en un lugar muy solitario, encontró en la espiritualidad cartujana el
ideal que respondía a su estricta separación del mundo. Pero a nivel de
observancia práctica, las monjas continuaron concediendo a la vida común un
lugar más amplio que el previsto en las "Costumbres" para los monjes.
Al multiplicarse los
monasterios de monjas cartujas, la Orden fue concediéndoles acceso a las
diversas observancias cartujanas. Nunca, sin embargo, se apresuró por
establecer la observancia clave de la vocación cartujana: la soledad estricta y
personal. Se creía entonces que el temperamento femenino no era apto para
asumir dicha soledad en la misma proporción que los monjes, y se aceptaba esa
creencia sin discusión.
Pasaron los siglos. Los
monasterios cartujanos femeninos, aunque no exentos de flaquezas, conocieron
épocas de fervor y santidad. Con todo, el sello que marca nuestra historia es
una larga serie de tribulaciones que desembocan en la total extinción de
nuestras casas, a raíz de la Revolución Francesa (1792).
El año 1820 señala una
nueva era: cinco monjas supervivientes de la Revolución, se reúnen y hacen
resurgir nuestra vocación. Brotan las primeras fundaciones en Francia y luego
en Italia. La vida cartujana femenina se organiza en todos esos monasterios
según las antiguas y conocidas tradiciones: una separación formal del mundo y
una vida común bastante intensa.
El siglo XX abre otros
horizontes y hacia mediados del mismo se dibuja una nueva corriente. Las
jóvenes generaciones de monjas presienten, que el espíritu de desierto de la
Cartuja sólo puede vivirse plenamente, si tanto la observancia como las
estructuras externas están realmente de acuerdo con él. Un deseo cada vez mejor
definido bulle en un buen número de monjas; se anhela una vida cartujana plena,
en la que la soledad ocupe un lugar semejante al que San Bruno y sus hijos le
han concedido desde el principio. Lentamente se inicia una orientación hacia
una soledad efectiva. Los actos comunes se reducen poco a poco y, tras muchos
tanteos y experiencias, se llega a realizar lo que Bruno quiso para sus
compañeros y lo que ciertamente hubiera deseado para aquellas que lo tenemos
por Padre: una auténtica vida solitaria compartida fraternalmente.
Las monjas cartujas en
España
Comparando la familia
cartujana con otras Órdenes monásticas, se advierte que en la Iglesia somos
"un pequeño rebaño", y esto cabe aplicarlo de modo especial a la rama
femenina. Nuestros monasterios, cuando más, no superaron el número de diez. Casi
todos se concentraron en el sur-oeste de Francia y en el norte de Italia: sólo
hubo dos en Bélgica y hasta hace poco ninguno en España.
¿Cómo explicar que nuestro
país, de tan honda tradición contemplativa y cartujana, haya tardado tanto en
tener en su suelo a las hijas de San Bruno? Misterio de la Providencia, que
puede esclarecerse algo considerando que la existencia de monjas cartujas ha
sido, y es aún hoy día, ignorada en muchos ambientes eclesiásticos que sólo
conocen la rama masculina. Además en el pasado, algunas vocaciones a la vida cartujana
femenina preferían orientarse hacia otro género de vída contemplativa antes que
verse obligadas a dejar nuestra patria. Por último, nuestra Orden siempre se ha
mostrado reservada al promover las fundaciones, no aceptándolas más que si
podía asegurar a las monjas una existencia verdaderamente solitaria e
independiente.
Sin embargo, hacia 1949,
en ciertos ambientes femeninos de España se despertó un vivo interés por la
Cartuja, y, ante las repetidas demandas, el Capítulo General de la Orden
designó una Cartuja de monjas de Italia, la de San Francesco, para recibir y
formar a las aspirantes españolas, mientras se procedía a buscar un lugar
adecuado para establecerlas en España.
En 1960, se empezó la
reconstrucción de la antigua abadía cisterciense de Santa María de Benifaçà
(Castellón) para acondicionarla y transformarla en monasterio cartujano. En
1967, los edificios del interior de clausura estaban terminados, y un grupo de
monjas españolas, procedentes de la Cartuja de San Francesco, depositaron en este
desierto la primera semilla de la vida cartujana femenina en España.
Santa María de Benifaçà se
halla en un paraje privilegiado: un rincón agreste, en plena montaña, un
verdadero "desierto cartujano". Sin embargo, nuestro monasterio lleva
inscrita en su estructura la transición que hemos vivido las monjas cartujas en
estos últimos años. Iniciada su reconstrucción cuando el Capítulo General no se
había pronunciado sobre nuestra orientación a la soledad personal, sus
edificios, vistos del exterior, ofrecen el aspecto cenobítico propio de
nuestras antiguas casas. Pero en 1975, se hicieron en el interior las
necesarias modificaciones, de modo que las monjas disponemos de celdas y de un
marco ambiental con todas las características propias de la vocación solitaria-cartujana.
Ideal y espiritualidad cartujana
Hablar de la
espiritualidad y del ideal de la Cartuja es dirigir sencillamente una mirada
agradecida hacia la roca de que fuimos talladas, hacia nuestro padre San Bruno.
Este nombre evoca, para nosotras sus hijas, a aquel hombre de corazón profundo
que se dejó seducir por la Absoluta Bondad de Dios y, renunciando a un
brillante porvenir, se retiró al desierto de Chartreuse. Allí, permaneciendo a
la escucha del Espíritu, concedió al Amor el derecho de ser el todo de su vida
y ese Amor, desbordando del corazón de Bruno hasta el de los hermanos que con
él vivían en el desierto, creó entre ellos un vínculo indestructible de caridad
que nos han transmitido a través de los siglos.
"Amor a Dios en el
desierto" y "amor a las hermanas que comparten nuestro desierto"
son los dos polos fundamentales de la vocación cartujana. Nuestra vocación no
suele ser muy conocida en lo que tiene de más peculiar, y es que si con razón
se nos considera "monjas contemplativas", pues lo somos, es muy
importante añadir algo esencial de nuestra vocación: somos "una comunión
fraterna de solitarias".
Buscar la unión con Dios
en el silencio y la soledad son nuestro principal empeño y el ideal de nuestra
vocación. Por lo mismo, la soledad impregna nuestra existencia interior y
exterior. Nuestros monasterios se construyen, deliberadamente, en lugares
apartados de toda población. Las celdas se encuentran acondicionadas como
ermitas, ofreciendo así a cada monja la posibilidad de una autentica vida
solitaria. Una Cartuja reproduce, hoy en día, lo que fueron en Egipto las
"Lauras" al principio del monacato cristiano.
Vocación cartujana-Vocación
Eclesial
Retirarse al desierto para
pasar allí la entera existencia es una decisión que sólo puede tomarse cuando
en el corazón arde la íntima certeza, más o menos bien formulada, de que en el
seno de la soledad se esconde un AMOR incomparable que no puede ser igualado
por ningún otro amor.
La soledad cartujana no
puede responder a una huida o confundirse con ésta, sino que es la respuesta a
ese Amor, tan grande, que tiende a hacerse absorbente hasta ocupar la entera
existencia.
La vocación cartujana no
es "un circuito cerrado con Dios". Al llamarnos al desierto Dios
pensaba en su Iglesia y en todos los hombres de buena voluntad, y nuestra
respuesta se la damos en tanto que miembros del Cuerpo de Cristo y como
representantes de la entera familia humana. Deseamos ser el corazón adorante de
la Iglesia y el corazón amante de la humanidad. Por eso, día y noche, desde
nuestra soledad, elevamos al cielo la alabanza a Dios y en nombre de todos
presentamos a Dios el grito de nuestros hermanos los hombres.
Abrazar la vida solitaria
en la Cartuja no supone desligarse de la familia humana sino que, separadas de
todos, permanecemos unidas a todos, y en nombre de todos estamos en presencia
del Dios vivo. En nuestro silencio y soledad arrastramos a todos los que buscan
a Dios y a todos los que Dios busca: nada escapa a la influencia de la
oración... En el Cuerpo místico de Cristo cumplimos la misión de arterias que,
silenciosas y escondidas, transmiten incesantemente la sangre vivificante a los
demás miembros.
Aunque no entra
directamente en nuestra vocación ser testigos ante el mundo, nuestra misma
existencia es, en cierto sentido, un verdadero testimonio. Al orientarnos hacia
aquél que ES, somos en nuestra sociedad como testigos de Dios, de su
existencia, de su presencia en medio de los hombres. Nuestra vida misma intenta
expresar que Dios puede colmar completamente un corazón humano y liberarlo de
los condicionamientos de la sociedad de consumo, y así somos, en cierto modo,
signos de la existencia de los bienes eternos.
No estará fuera de lugar
señalar que la existencia de una monja cartuja es una experiencia de alegría
divina. No necesariamente una alegría exteriorizante, sino la que brota
espontáneamente ante la certeza de saber que el Amor de Dios está realmente
presente en nuestra vida, alegría ante la certeza de saber que la nuestra es
una existencia bien empleada pues une en un mismo abrazo a Dios y a todos los
hermanos.
2001 IX centenario de la
muerte de S.Bruno