Urbano
Obispo, siervo de los siervos de Dios, a los venerables hermanos patriarcas,
arzobispos, obispos y demás prelados, salud y bendición apostólica.
Cristo, nuestro salvador, estando para partir de este
mundo para subir al Padre, poco antes de su Pasión, en la Ultima Cena,
instituyó, en memoria de su muerte, el sumo y magnífico sacramento de Su Cuerpo
y Su Sangre, dándonos el Cuerpo como alimento y la Sangre como bebida.
Siempre que comemos este pan y bebemos de este cáliz
anunciamos la muerte del Señor, porque dijo a los apóstoles durante la
institución de este sacramento: «Haced esto en memoria mía», para que este
excelso y venerables sacramento fuese para nosotros el principal y más insigne
recuerdo del gran amor con que El nos amó. Recuerdo admirable y estupendo,
dulce y suave, caro y precioso, en el que se renuevan los prodigios y las
maravillas; en él se encuentran todos los deleites y los más delicados sabores,
se gustan en él la misma dulzura del Señor y, sobre todo, se obtiene fuerza
para la vida y para nuestra salvación.
Es un memorial dulcísimo, sacrosanto y saludable en
el cual renovamos nuestra gratitud por nuestra redención, nos alejamos del mal,
nos afianzamos en el bien y progresamos en la adquisición de las virtudes y de
la gracia, nos confortamos por la presencia corporal de nuestro mismo Salvador,
pues en esta conmemoración Sacramental de Cristo está presente El en medio de
nosotros, con una forma distinta, pero en su verdadera sustancia.
Pues antes de subir al cielo dijo a los apóstoles y a
sus sucesores: «Mirad, yo estoy con vosotros todos los días, hasta la
consumación del mundo», y los consoló con la benigna promesa de que
permanecería con ellos también con su presencia corporal.
¡Monumento verdaderamente digno de no ser olvidado, con
el que recordamos que la muerte ha sido vencida, que nuestra ruina ha sido
destruida por la muerte de Aquel que es la misma vida, que un árbol lleno de
vida ha sido injertado a un árbol de muerte para producir frutos de salvación!
Es un glorioso memorial que llena de gozo al alma de
los fieles, infunde alegría y hace brotar lágrimas de devoción. Nos llenamos de
gozo al pensar en la Pasión del Señor, por la que hemos sido salvados, pero no
podemos contener el llanto. Ante este recuerdo sacrosanto sentimos brotar en
nosotras gemidos de gozo y emoción, alegres en el llanto lleno de amor,
emocionados por el gozo devoto; nuestro dolor queda templado por el gozo;
nuestra alegría se mezcla con el llanto y nuestro corazón rebasa de dicha,
deshaciéndose en lágrimas.
¡Infinita grandeza del amor divino, inmensa y divina
piedad, copiosa efusión celestial! Dios Nos lo dio todo en el momento en que
sometió a nuestros pies y nos confió el supremo dominio de todas las criaturas
de la tierra. Ennoblece y sublima la dignidad de los hombres a través del
ministerio de los espíritus más selectos. Pues todos ellos han sido destinados
a ejercer el ministerio al servicio de aquellos que han recibido la herencia de
la salvación,
Y habiendo sido tan vasta la magnificencia del Señor
para con nosotros, queriendo mostrarnos más aún su infinito amor, en una
efusión se ofreció a sí mismo y superando las mayores generosidades y toda
medida de caridad, se entregó él mismo como alimento sobrenatural.
¡Singular y admirable liberalidad, en la que el
donador viene a nuestra casa, y el don y el que da son la misma cosa!
Verdaderamente es largueza sin fin la del que se da a sí mismo y de tal forma
aumenta su disposición afectuosa que ésta, distribuida en una gran cantidad de
dones, redunda al fin y vuelve al donador, tanto más grande cuanto más
extensamente se ha difundido.
Se ha dado, pues, el Salvador como alimento; quiso
que, de la misma forma que el hombre fue sepultado en la ruina por el alimento
prohibido, volviera a vivir por un alimento bendito; cayó el hombre por el
fruto de un árbol de muerte, resucita por un pan de vida. De aquel árbol pendía
un alimento mortal, en éste halla un alimento de vida; aquel fruto trajo el
mal, éste la curación; un apetito malvado hizo el mal, y un hambre diferente
engendra el beneficio; llegó la medicina adonde había invadido la enfermedad;
de donde partió la muerte vino la vida.
De aquel primer alimento se dijo: «En el día en que
comiereis de él moriréis»; del segundo se ha escrito: «Quien comiere de este
pan vivirá eternamente».
Es un alimento que restaura y nutre verdaderamente,
sacia en sumo grado no el cuerpo, sino el corazón; no la carne, sino el
espíritu; no las vísceras, sino el alma. El hombre tenía necesidad de un
alimento espiritual, y el Salvador misericordioso proveyó, con piadosa
atención, al alimento del alma con el manjar mejor y más noble.
La generosa liberalidad se elevó a la altura de la
necesidad y la caridad se igualó a la conveniencia, de forma que el Verbo de
Dios, que es manjar y alimento de las criaturas racionales, hecho carne, se dio
como alimento a las mismas criaturas, es decir, a la carne y al cuerpo del
hombre. El hombre, pues, come el pan de los ángeles del que el Salvador dijo:
«Mi carne es verdadero manjar y mi sangre verdadera bebida». Este manjar se
toma, pero no se consume, se come, pero no se modifica, pues no se transforma
en aquel que lo come, sino que si se recibe dignamente hace al que lo consume
semejante a El. ¡Excelso y venerable sacramento, amable y adorado, eres digno
de ser celebrado, exaltado con las más emotivas alabanzas, por los cantos
inspirados, por las más íntimas fibras del alma, por los más devotos obsequios,
eres digno de ser recibido por las almas más puras!
¡Glorioso memorial, deberías ser guardado entre los
más profundos latidos del corazón, impreso indeleblemente en el alma, encerrado
en las intimidades del espíritu, honrado con la más asidua y devota piedad!
¡Dirijámonos siempre a tan gran sacramento para
acordarnos en todo instante de Aquel de quien debería haber sido el perfecto
recuerdo, y lo fue (lo sabemos). Pues recordamos más aquella persona cuya casa
y regalos constantemente contemplamos.
Aunque este sacramento sagrado sea celebrado todos
los días en el solemne rito de la misa, sin embargo creemos útil y digno que se
celebre, al menos una vez en el año, una fiesta más solemne, en especial para
confundir y refutar la hostilidad de los herejes.
Pues en el Jueves Santo, día en que Cristo lo
instituyó, la Iglesia universal, ocupada en la confesión de los fieles, en la
bendición del crisma, en el cumplimiento del mandato del lavatorio de los pies
y en otras muchas sagradas ceremonias, no puede atender de lleno a la
celebración de este gran sacramento.
De la misma forma que la Iglesia atiende a los
Santos, que se veneran en el curso del año, y aunque en las letanías, en las
misas y en otras funciones, se renueve su memoria con gran frecuencia, sin
embargo recuerda su nacimiento en determinados días, con más solemnidad y con
funciones especiales. Y como en estas fiestas quizá los fieles omiten alguno de
sus deberes por negligencia o por las ocupaciones mundanas, o también por la
fragilidad humana, la Santa Madre Iglesia establece un día determinado para la
conmemoración de todos los Santos supliendo en esta fiesta común lo que se ha
descuidado en las particulares.
Especialmente, pues, es preciso cumplir este deber
con el admirable sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, que es gloria y
corona de todos los Santos, para que resplandezca en una festividad y
solemnidad especiales y para que lo que quizá se descuidó en las demás
celebraciones de la misa, en lo que se refiere a solemnidad, se supla con
devota diligencia; y para que los fieles, al acercarse esta festividad,
entrando dentro de sí mismos, pensando en el pasado con atención, humildad de
espíritu y pureza de conciencia, suplan lo que hubieren cumplido
defectuosamente al asistir a misa, quizá ocupados con el pensamiento en
negocios mundanos o más ordinariamente a causa de la negligencia y debilidad
humana. En cierta ocasión también oímos decir, cuando desempeñábamos un oficio
mas modesto, que Dios había revelado a algunos católicos que era preciso
celebrar esta fiesta en toda la Iglesia; Nos, pues, hemos creído oportuno
establecerla para que, de forma digna y razonable, sea vitalizada y exaltada la
fe católica.
Que cada año, pues, sea celebrada una fiesta especial
y solemne de tan gran sacramento, además de la conmemoración cotidiana que de
él hace la Iglesia, y establecemos un día fijo para ello, el primer jueves
después de la octava de Pentecostés. También establecemos que en el mismo día
se reúnan a este fin en las iglesias devotas muchedumbres de fieles, con
generosidad de afecto, y todo el clero, y el pueblo, gozosos entonen cantos de
alabanza, que los labios y los corazones se llenen de santa alegría; cante la
fe, tremole la esperanza, exulte la caridad; palpite la devoción, exulte la
pureza; que los corazones sean sinceros; que todos se unan con ánimo diligente
y pronta voluntad, ocupándose en preparar y celebrar esta fiesta. Y quiera el
cielo que el fervor inflame las almas de todos los fieles en el servicio de
Cristo, que por medio de esta fiesta y otras obras de bien, aumentando cada vez
más sus méritos ante Dios, después de esta vida, se dé El mismo como premio a
todos, pues para ellos se ofreció como alimento y como precio de rescate.
Por ello os recomendamos y os exhortamos en el Señor
y por medio de esta Bula Apostólica os ordenamos, en virtud de la Santa
Obediencia, con precepto riguroso, imponiéndolo como remisión de vuestros
pecados, que celebréis devota y solemnemente esta fiesta tan excelsa y gloriosa
y os empeñéis con toda atención en hacerla celebrar en todas las iglesias de
vuestras ciudades y diócesis el citado jueves de cada año, con las nuevas
lecciones, responsorios, versos, antífonas, salmos, himnos y oraciones propias
de la misma, que os incluimos en nuestra Bula juntamente con las partes propias
de la misa; os ordenamos también que exhortéis a vuestros fieles con
recomendaciones saludables directamente o por medio de otros en el domingo que
precede al mencionado jueves para que con una verdadera y pura confesión, con
generosas limosnas, con atentas y asiduas oraciones y otras obras de devoción y
de piedad, se preparen de forma que puedan participar, con la ayuda de Dios, en
este precioso sacramento y puedan dicho jueves recibirlo con reverencia y
obtener así, con su auxilio, un aumento de gracia.
Y Nos queriendo animar a los fieles con dones
espirituales a celebrar dignamente tan gran festividad concedemos a todos los
que verdaderamente arrepentidos y confesados participen en los maitines de esta
fiesta, en la iglesia en que se celebre, cien días de indulgencia; otros tantos
por la misa, y, asimismo, a quienes participen en las primeras vísperas de esta
misma fiesta y en las segundas; y a todos aquellos que participen en el oficio
de Prima, Tercia, Sexta, Nona y Completas, cuarenta días por cada hora.
Finalmente, a todos aquellos que durante la Octava asistan a los maitines y
vísperas, a la misa y a la recitación del Oficio, concedemos cien días de
indulgencia por cada día confiando en la misericordia de Dios Omnipotente y en
la autoridad de sus Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Orvieto el 11 de agosto de 1264, tercer
año de nuestro pontificado.
URBANUS PP. IV