Saturday 7 September 2019

"Fe Cristiana y Demonología" by the Sacred Congregation for the Doctrine of the Faith and Unknown Writer (translated into Spanish)



La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe ha encargado a un experto la preparación del presente estudio, que recomienda encarecidamente como base segura para reafirmar la doctrina del Magisterio acerca del tema «Fe cristiana y demonología»*.

A lo largo de los siglos la Iglesia ha reprobado las diversas formas de superstición, la preocupación excesiva acerca de Satanás y de los demonios, los diferentes tipos de culto y de apego morboso a estos espíritus  (1); sería por esto injusto afirmar que el cristianismo ha hecho de Satanás el argumento preferido de su predicación, olvidándose del señorío universal de Cristo y transformando la Buena Nueva del Señor resucitado en un mensaje de terror. Ya San Juan Crisóstomo declaraba a los cristianos de Antioquía: «No es para mí ningún placer hablaros del diablo, pero la doctrina que este tema me sugiere será para vosotros muy útil» (2). Efectivamente, sería un error funesto comportarse como si nada tuvieran que enseñarnos las lecciones de la historia y considerar que la Redención ha surtido ya todos sus efectos sin que haga falta empeñarse en la lucha de la que nos hablan el Nuevo Testamento y los maestros de vida espiritual.

Un malestar actual
                En este error se puede caer hoy también. En efecto, son muchos los que se preguntan si no sería el caso de examinar de nuevo la doctrina católica acerca de este punto, comenzando por la Escritura. Algunos creen imposible cualquier toma de posición —¡como si se pudiera dejar en suspenso este problema!— haciendo notar que los Libros Sagrados no permiten pronunciarse ni en favor ni en contra de la existencia de Satanás y de los demonios; con mayor frecuencia tal existencia es puesta abiertamente en duda. Ciertos críticos, creyendo poder distinguir la posición propia de Jesús, insinúan que ninguna de sus palabras garantizan la realidad del mundo de los demonios, sino que la afirmación de la existencia de los mismos, cuando tal afirmación aparece, refleja más bien las ideas de los escritos judaicos o depende de tradiciones neotestamentarias y no de Cristo; y dado que dicha afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central, no comprometería hoy nuestra fe y seríamos libres de abandonarla. Otros, más objetivos, y a la vez más radicales, aceptan las aserciones de la Sagrada Escritura en su sentido más obvio, pero añaden que en el mundo actual no son aceptables ni siquiera para los cristianos. Por esto, también ellos las eliminan. Para algunos, finalmente, la idea de Satanás, sea cual fuere su origen, no tiene ya importancia y el intento de justificarla no lograría sino hacer perder crédito a nuestras enseñanzas o hacer sombra al discurso acerca de Dios, que es el único que merece nuestro interés. Hay que notar que para unos y otros los nombres de Satanás y del demonio no son sino personificaciones míticas y funcionales, cuyo único significado es el de subrayar dramáticamente el influjo del mal y del pecado sobre la Humanidad. Un simple lenguaje, por tanto, que nuestra época debería descifrar con el fin de encontrar una manera diversa de inculcar en los cristianos el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal existentes en el mundo.
                Estas tomas de posición, repetidas con gran alarde de erudición y difundidas por revistas y por ciertos diccionarios de teología, no pueden menos de turbar los ánimos. Los fieles, acostumbrados a tomar en serio las advertencias de Cristo y de los escritos apostólicos, tienen la impresión de que esta forma de hablar tiende a cambiar radicalmente, en este punto, la opinión pública; además, quienes conocen las ciencias bíblicas y religiosas se preguntan hasta dónde podrá llevarnos el proceso de desmitización emprendido en nombre de una cierta hermenéutica.
                Frente a tales postulados, y con el fin de dar una respuesta a los mismos, hemos de detenernos, brevemente, ante todo, en el Nuevo Testamento, para poner de relieve su testimonio y autoridad.

EL NUEVO TESTAMENTO Y SU CONTEXTO
                Antes de recordar la independencia de espíritu con la que Jesús se comportó en todo momento respecto a las opiniones de su tiempo, es importante notar que no todos sus contemporáneos tenían, a propósito de los ángeles y demonios, aquella creencia común que muchos parecen atribuirles hoy y de la cual Jesús mismo dependería.
                Una indicación, con la que los Hechos de los Apóstoles describen la polémica provocada entre los miembros del Sanedrín por una declaración de San Pablo, nos hace saber, en efecto, que los saduceos no admitían, contra la opinión de los fariseos, «ni resurrección, ni ángel, ni espíritu», es decir, según la interpretación dada por los buenos exegetas, no creían en la resurrección y, por tanto, tampoco en los ángeles o en los demonios (3). Así, pues, en lo que se refiere a Satanás, a los demonios y a los ángeles, la opinión de los contemporáneos de Jesús parece dividida en dos concepciones diametralmente opuestas. ¿Cómo puede entonces sostenerse que, al ejercer y dar a otros el poder de expulsar los demonios, Jesús —y a ejemplo suyo los escritores del Nuevo Testamento— no han hecho otra cosa que adoptar, sin ningún esfuerzo crítico, las ideas y prácticas de su tiempo? Ciertamente, Cristo, y con mayor razón los apóstoles, pertenecían a su época y compartían la cultura de la misma; pero Jesús, en virtud de su naturaleza divina y de la revelación que había venido a comunicar, trascendía su ambiente y su tiempo, escapaba a su presión. La lectura del sermón de la montaña basta para convencernos de su libertad de espíritu, a la vez que de su respeto por la tradición (4). Por esto, cuando Él reveló el significado de su redención, tuvo evidentemente que tener en cuenta a los fariseos, los cuales, como Él mismo, creían en el mundo futuro, en el alma, en los espíritus, en la resurrección; y hasta no pudo olvidar a los saduceos que no admitían tales creencias. Así, pues, cuando los fariseos lo acusaron de expulsar los demonios con la ayuda del príncipe de los mismos, Él habría podido sortear la dificultad alineándose con los saduceos; pero haciendo esto habría desmentido lo que era su misión. Por tanto, sin renegar la creencia en los espíritus y en la resurrección —que Él tenía en común con los fariseos— debía tomar distancia respecto de ellos, oponiéndose no menos a los saduceos.
                Sostener, pues, hoy que lo dicho por Jesús sobre Satanás expresa solamente una doctrina tomada del ambiente y que no tiene importancia para la fe universal, aparece en seguida como una opinión basada en una información deficiente sobre la época y la personalidad del Maestro. Si Jesús ha usado este lenguaje, y, sobre todo, si lo ha puesto en práctica durante su ministerio, es porque expresaba una doctrina necesaria —al menos en parte— para la noción y la realidad de la salvación que Él traía.

El testimonio personal de Jesús
                También las principales curaciones de posesos fueron hechas por Cristo en momentos que resultan decisivos en la narración de su ministerio. Sus exorcismos ponían y orientaban el problema de su misión y de su persona, como prueban suficientemente las reacciones suscitadas (5).
                Sin poner nunca a Satanás en el centro de su Evangelio, Jesús habló de él sólo en momentos evidentemente cruciales, y con declaraciones importantes. En primer lugar inició su ministerio público aceptando ser tentado por el diablo en el desierto: la narración de Marcos, precisamente a causa de su sobriedad, es tan decisiva como la de Mateo y la de Lucas (6). Puso en guardia a los suyos en el sermón de la montaña y en la oración que les enseñó, el Padrenuestro, como admiten hoy muchos exegetas  (7), apoyándose en el testimonio de diversas liturgias  (8).
                En las parábolas, Jesús atribuyó a Satanás los obstáculos que encontraba su predicación (9), como en el caso de la cizaña sembrada en el campo del padre de familia  (10). A Simón Pedro anunció que «las puertas del infierno» intentarían prevalecer sobre la Iglesia (11), que Satanás trataría de pasarlo por la criba como a los demás apóstoles (12). En el momento de dejar el Cenáculo, Cristo declaró como inminente la venida del «príncipe de este mundo» (13). En el Getsemaní, cuando fue arrestado por los soldados, afirmó que había llegado la hora del «poder de las tinieblas» (14); sin embargo Él sabía y lo había declarado en el Cenáculo, que «el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado» (15).
                Estos hechos y estas declaraciones —bien encuadrados, repetidos y concordantes— no son casuales ni pueden ser tratados como datos fabulosos que hay que desmitificar. En caso contrario habría que admitir que en aquellas horas críticas la conciencia de Jesús, cuya lucidez y dominio de sí mismo aparecen evidentes ante los jueces, era presa de fantasmas ilusorios y que su palabra carecía de toda firmeza; lo cual estaría en contraste con la impresión de los primeros que la escucharon y de los lectores de los evangelios. Se impone, por tanto, una conclusión: Satanás, a quien Jesús había afrontado con sus exorcismos, que había encontrado en el desierto y en la pasión, no puede ser el simple producto de la capacidad humana de inventar fábulas o de personificar las ideas, ni tampoco un vestigio aberrante del lenguaje cultural primitivo.
                Es verdad que San Pablo, resumiendo en grandes líneas, en la Carta a los Romanos, la situación de la Humanidad antes de Cristo, personifica el pecado y la muerte, mostrando su temible poder; pero se trata, en el conjunto de su doctrina, de un momento que no es el efecto de un puro recurso literario, sino de su aguda conciencia de la importancia de la cruz de Jesús y de la necesidad de la opción de fe que Él pide.

Los escritos paulinos
                Por otra parte, Pablo no identifica el pecado con Satanás. En efecto, en el pecado él ve, ante todo, lo que este último es esencialmente: un acto personal de los hombres, y también el estado de culpabilidad y de ceguera en el que Satanás trata efectivamente de meterlos y mantenerlos (16). De esta manera, Pablo distingue bien a Satanás del pecado. El Apóstol, que frente a la «ley del pecado que siente en sus miembros» confiesa su impotencia sin la ayuda de la gracia (17), es el mismo que, con gran decisión, invita a resistir a Satanás (18), a no dejarse dominar por él, a no darle entrada (19), a aplastarlo bajo los pies (20). Porque Satanás es para él una entidad personal, «el dios de este mundo» (21), un adversario astuto, distinto tanto de nosotros como del pecado al que él lleva.
                Como en el Evangelio, el Apóstol ve a Satanás activo en la historia del mundo, o sea, en lo que él llama «el misterio de la iniquidad» (22); en la incredulidad que rechaza reconocer la gloria de Cristo (23), en la aberración de la idolatría  (24), en la seducción que amenaza la fidelidad de la Iglesia a Cristo su Esposo  (25) y, finalmente, en la prevaricación escatológica que conduce al culto del hombre, colocándole en lugar de Dios (26). Ciertamente, Satanás induce al pecado, pero se distingue del mal que hace cometer.

El Apocalipsis y el Evangelio de de San Juan
                El Apocalipsis es, sobre todo, el grandioso cuadro en el que el poder de Cristo resucitado resplandece en los testigos de su Evangelio: proclama el triunfo del Cordero inmaculado; pero nos engañaríamos completamente acerca de la naturaleza de esta victoria, si no se viera en ella el final de una larga lucha en la que intervienen, mediante los poderes humanos que se oponen a Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos unos de otros, además de los agentes históricos. En efecto, es el Apocalipsis el que, subrayando el enigma de los diversos nombres y símbolos de Satanás en la Sagrada Escritura, revela definitivamente su identidad  (27). Su acción se desarrolla a lo largo de todos los siglos de la historia humana bajo los ojos de Dios.
                No sorprende, por ello, que, en el Evangelio de San Juan, Jesús hable del diablo y que lo defina «príncipe de este mundo»  (28): ciertamente, su acción sobre el hombre es interior, pero es imposible ver en su figura únicamente una personificación del pecado y de la tentación. Jesús reconoce que pecar significa ser «esclavo» (29), pero no por ello identifica con Satanás ni esta esclavitud ni el pecado en que en ella se manifiesta. El diablo ejerce sobre los pecadores solamente un influjo moral, en la medida en que cada uno sigue su inspiración  (30): ellos, libremente, ejecutan sus «deseos» (31) y hacen «su obra» (32). Solamente en este sentido y en esta medida Satanás es su «padre» (33), porque entre él y la conciencia de la persona humana queda siempre la distancia espiritual que separa la «mentira» diabólica del consentimiento que a ella se puede dar o negar (34), de la misma manera que entre Cristo y nosotros existe siempre la distancia entre la «verdad» que él revela y propone, y la fe con que es acogida.

LA DOCTRINA GENERAL DE LOS PADRES
                Por este motivo, los Padres de la Iglesia, convencidos a través de la Sagrada Escritura de que Satanás y los demonios son los adversarios de la Redención, no han dejado de recordar a los fieles la existencia y acción de aquéllos.
                Desde el siglo II de nuestra era, Melitón de Sardes había escrito una obra «Sobre el demonio» (35) y sería difícil citar a un solo Padre que no haya hablado de este tema. Obviamente, los más diligentes en poner en claro la acción del diablo fueron aquellos que ilustraron el designio divino en la historia, especialmente San Ireneo y Tertuliano, quienes afrontaron sucesivamente el dualismo gnóstico, y Marción, luego lo hizo Victorino de Pettau y, finalmente, San Agustín. San Ireneo enseñó que el diablo es un «ángel apóstata» (36); que Cristo, recapitulando en sí mismo la guerra que este enemigo mueve contra nosotros, tuvo que enfrentarse con él al comienzo de su ministerio  (37). Con mayor amplitud y vigor San Agustín demostró su actividad en la lucha de las «dos ciudades», que tiene origen en el cielo, cuando las primeras creaturas de Dios, los ángeles, se declararon fieles o infieles a su Señor (38); en la sociedad de los pecadores él vio un «cuerpo» místico del diablo (39), del cual habló también más tarde, en su obra Moralia in Job, San Gregorio Magno  (40).
                Evidentemente, la mayoría de los Padres, abandonando con Orígenes la idea del pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su orgullo —es decir, en el deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar su independencia, de hacerse pasar por Dios— el principio de su caída; pero, junto a este orgullo, muchos subrayaron también su malicia respecto del hombre. Según San Ireneo, la apostasía del diablo comenzó cuando él tuvo envidia de la creación del hombre y trató de hacer que se rebelara contra su Creador (41). Tertuliano juzga que Satanás, para contrastar los planes del Señor, plagió en los misterios paganos los sacramentos instituidos por Cristo (42). Se ve, pues, que las enseñanzas patrísticas fueron un eco sustancialmente fiel de la doctrina, y orientaciones del Nuevo Testamento.
                 
EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA
El Concilio Lateranense IV (1215) y su contenido demonológico
Es cierto que en veinte siglos de historia el Magisterio dedicó a la demonología sólo unas pocas declaraciones propiamente dogmáticas. La razón de ello es que la ocasión se presentó raramente; en concreto, únicamente en dos circunstancias la más importante de las cuales se coloca a principios del siglo XIII, cuando se manifiesta un revivir del dualismo maniqueo y priscilianista con la aparición de los cátaros y albigenses; sin embargo, el enunciado dogmático de entonces, formulado en un cuadro doctrinal familiar, corresponde muy de cerca a nuestra sensibilidad, porque entraña una cierta visión del universo y de la creación del mismo por parte de Dios:
                «Firmemente creemos y simplemente confesamos... un solo principio de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud, a la vez desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo. Porque el diablo y demás demonios, por Dios, ciertamente, fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por sí mismos se hicieron malos. El hombre, empero, pecó por sugestión del diablo» (43).
                Lo esencial de esta exposición es sobrio. Sobre el diablo y los demonios el Concilio se limita a afirmar que, siendo criaturas del único Dios, ellos no son sustancialmente malos, sino que se convirtieron en tales siguiendo su libre albedrío. No se precisa ni el número, ni la culpa, ni la extensión de su poder: estas cuestiones que no tocan al problema teológico, fueron dejadas a la libre discusión escolástica. Sin embargo, la afirmación del Concilio, por sucinta que sea, es de importancia capital porque es emanación del mayor Concilio del siglo XIII, y es puesta en evidencia en la profesión de fe preparada por el mismo, la cual, viniendo poco después de las profesiones de fe impuestas a los cátaros y valdenses (44), evocaba las condenas pronunciadas contra el Priscilianismo de algunos siglos antes (45).

El primer tema del Concilio: Dios, creador de los «seres visibles e invisibles»
                Esta profesión de fe merece, por consiguiente, ser tenida en atenta consideración. Adopta la estructura común de los Símbolos dogmáticos y encaja perfectamente en la serie de los mismos, a partir del Concilio de Nicea. Según el texto citado, puede compendiarse, desde nuestro punto de vista, en dos temas unidos entre sí e igualmente importantes para la fe: el enunciado que hace referencia al diablo y en el que deberemos fijarnos más detenidamente viene después de una declaración sobre Dios creador de todas las cosas «visibles e invisibles», esto es, de los seres corpóreos y angélicos.
                Esta afirmación sobre el Creador y la misma fórmula que la expresa tienen singular importancia para nuestro tema, ya que ambas arrancan de la doctrina de San Pablo. En efecto, al ensalzar a Jesucristo, el Apóstol dice de Él que ejerce su dominio sobre todos los seres «celestes, terrestres e infernales» (46), tanto «en el mundo actual como en el venidero» (47); hablando por otra parte de su preexistencia, enseña que «en Él fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra: las visibles y las invisibles» (48). Esta doctrina de la creación adquirió bien pronto una gran importancia para la fe cristiana, debido a que el Gnosticismo y el Marcionismo, ya antes del Maniqueísmo, trataron largamente de hacerla vacilar. Los primeros símbolos de la fe especifican ordinariamente que los «seres visibles e invisibles», todos ellos, «han sido creados por Dios». Esta doctrina afirmada por el Concilio niceno-constantinopolitano (49), y más tarde por el Concilio de Toledo (50), se usaba para las profesiones de fe que se leían en las grandes Iglesias durante la celebración del bautismo (51); entró a formar parte de la gran plegaria eucarística de Santiago en Jerusalén (52), de San Basilio en Asia Menor, en Alejandría (53) y en otras Iglesias orientales (54). Entre los Padres griegos aparece ya en San Ireneo (55) y en la Expositio fidei de San Atanasio (56). En Occidente, la encontramos en Gregorio de Elvira (57), en San Agustín (58), en San Fulgencio (59), etcétera.
                Cuando los cátaros en Occidente, igual que los bogomilos en Europa oriental, restauraron el dualismo maniqueo, la profesión de fe del Concilio IV de Letrán no podía hacer cosa mejor que recoger esta declaración y su fórmula, las cuales adquirieron desde entonces importancia definitiva. Se repitieron muy pronto en las profesiones de fe del Concilio II de Lyon (60), de Florencia (61) y de Trento (62), para reaparecer por último en la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I (63) en los mismos términos del Concilio IV de Letrán, del año 1215. Se trata, por consiguiente, de una afirmación primordial y constante de la fe, subrayada providencialmente por el Concilio IV de Letrán para enlazar con ella el enunciado relativo a Satanás y a los demonios. Indicó así que el caso de éstos, ya importante de por sí, se insertaría en el contexto más amplio de la doctrina sobre la creación universal y de la fe en los seres angélicos.

Segundo tema del Concilio: el diablo
1. El texto
                Por lo que se refiere a este enunciado demonológico, está muy lejos de presentarse como algo nuevo añadido circunstancialmente, a manera de consecuencia doctrinal o de una deducción teológica; al contrario, aparece como un punto firme, adquirido desde hace mucho tiempo. Lo está indicando la misma formulación del texto. En efecto, después de haber afirmado la creación universal, el documento no pasa a los diablos y a los demonios como a una conclusión lógicamente deducida: no escribe «Consiguientemente Satanás y los demonios han sido creados naturalmente buenos»..., tal como hubiese sido necesario si la declaración fuese nueva y deducida de la anterior; al contrario, presenta el caso de Satanás como una prueba de la afirmación anterior, como un argumento contra el dualismo. Escribe, en efecto: «Porque Satanás y los demonios fueron creados naturalmente buenos...». En resumen, el enunciado que a ellos se refiere se presenta como una afirmación incontrovertible de la conciencia cristiana: es este un punto importante del documento y no podía menos de serlo si se tiene en cuenta las circunstancias históricas.

2. La preparación: las formulaciones positivas y negativas (siglos IV-V)
                De hecho, ya en el siglo IV la Iglesia había tomado posición contra la tesis maniquea de dos principios igualmente eternos y opuestos (64); tanto en Oriente como en Occidente, enseñaba firmemente que Satanás y los demonios han sido creados y hechos naturalmente buenos. «Debes creer, decía San Gregorio Nacianceno al neófito, que no existe una esencia del mal, ni un reino (del mal), sin principio o subsistente por sí mismo o creado por Dios» (65).
                El diablo era considerado creatura de Dios, buena y luminosa en un principio, que por desgracia no se mantuvo en la verdad, en que había sido hecho (Jn 8, 44), sino que se había revelado contra el Señor (66). El mal, por consiguiente, no estaba en su naturaleza, sino en un acto libre y contingente de su voluntad (67). Afirmaciones de este tipo —que se pueden leer equivalentemente en San Basilio (68), San Gregorio Nacianceno (69), San Juan Crisóstomo (70), Dídimo de Alejandría (71)en Oriente; y en Tertuliano (72), Eusebio de Vercelli (73), San Ambrosio (74), San Agustín (75), en Occidente— podían asumir eventualmente una firme formulación dogmática. Se encuentran incluso bajo forma de condenación doctrinal o también de profesión de fe.
                El De Trinitate, atribuido a Eusebio de Vercelli, lo expresaba firmemente en términos de anatemas sucesivos:
                    «Si alguien cree que el ángel apóstata, en la naturaleza en que ha sido hecho, no es obra de Dios, sino que existe por sí mismo, llegando incluso a atribuirle el tener en sí mismo el propio principio, sea anatema.
                    Si alguno cree que el ángel apóstata ha sido hecho por Dios con una naturaleza mala y no dice que él ha concebido el mal, por su propia voluntad, sea anatema.
                    Si alguno cree que el ángel de Satanás ha hecho el mundo —¡lejos de nosotros tal creencia!— y no declara que todo pecado es invención suya, sea anatema» (76).
                Tal redacción en forma de anatema no era entonces un caso único: se encuentra ya en el Commonitorium, atribuido a San Agustín y escrito con vistas a la abjuración de los Maniqueos. Esta instrucción consideraba como anatema a «aquel que cree que existen dos naturalezas, que tienen origen en dos principios diversos, la una buena que es Dios, la otra mala, no creada por Él» (77).
                Esta enseñanza se expresaba mejor, no obstante, bajo la fórmula directa y positiva de una afirmación que hay que creer. San Agustín, al comienzo de su De Genesi ad litteram, decía así:
                «La doctrina católica obliga a creer que la Trinidad es un solo Dios que ha hecho y creado todos los seres existentes en cuanto existentes, de manera que toda creatura, ya sea intelectual, ya sea corpórea, o, para decirlo brevemente, según los términos de las divinas Escrituras, visible o invisible, no pertenece a la naturaleza divina, sino que ha sido hecha de la nada por Dios» (78).
                En España, el primer Concilio de Toledo profesaba igualmente que Dios es creador de «todos (los seres) visibles e invisibles» y que fuera de él «no existe naturaleza divina, ángel, espíritu o potencia alguna que pueda ser considerada por Dios» (79).
                Así, ya desde el siglo IV, la expresión de la fe cristiana —enseñada y vivida— presentaba en este punto las dos formulaciones dogmáticas, positiva y negativa, que volveremos a encontrar ocho siglos más tarde en tiempos de Inocencio III y del IV Concilio de Letrán.

San León Magno
                Entretanto, estas expresiones dogmáticas no cayeron en desuso. En efecto, en el siglo V la Carta del Papa San León Magno a Toribio, obispo de Astorga, cuya autenticidad no deja lugar a dudas, habla en el mismo tono y con la misma claridad. Entre los errores priscilianistas condenados por él se encuentran, en efecto, los siguientes:
                «La anotación sexta (80) señala su pretensión de que el diablo no ha sido nunca bueno y que su naturaleza no es obra de Dios, sino que ha salido del caos y de las tinieblas: porque de hecho no tiene un autor para su ser, sino que él mismo es principio y sustancia de todo mal, mientras que la verdadera fe, la fe católica, profesa que la sustancia de todas las creaturas, tanto espirituales como corpóreas, es buena y que el mal no es una naturaleza, desde el momento en que Dios, creador del universo, ha hecho solamente lo que es bueno. Por esto mismo el diablo sería bueno si hubiese permanecido en el estado en que había sido hecho. Por desgracia, como hizo mal uso de su natural excelencia y no se mantuvo en la verdad (Jn 8, 44), no se ha transformado (sin duda) en una sustancia contraria, sino que se ha separado del sumo bien, al que se tendría que haber adherido...» (81).
                Esta afirmación doctrinal (comenzando por las palabras «la verdadera fe, la fe católica profesa...» hasta el final) fue considerada tan importante como para ser recogida en los mismos términos, entre las adiciones hechas en el siglo IV al «Libro de los dogmas eclesiásticos», atribuido a Gennadio de Marsella (82). En fin, la misma doctrina será sostenida, con tono magisterial, en la «Regla de fe a Pedro», obra de San Fulgencio, donde se encontrará afirmada la necesidad de «mantener principalmente», de «mantener firmemente» que todo lo que no es Dios es creatura de Dios, y éste es el caso de todos los «seres visibles e invisibles»: «Que una parte de los ángeles se han desviado y alejado voluntariamente de su Creador» y «que el mal no es una naturaleza» (83). No es extraño, pues, que, en tal contexto histórico, los «Statuta Ecclesiae antiqua» —una colección canónica del siglo V— hayan introducido en el interrogatorio destinado a examinar la fe de los candidatos al episcopado, la siguiente pregunta: «Si el diablo es malo por condición o si se ha hecho tal por libre arbitrio» (84), fórmula que volverá a encontrarse en las profesiones de fe impuestas por Inocencio VIII a los Valdenses (85).

El primer Concilio de Braga (siglo VI)
                La doctrina era, pues, común y firme. Los numerosos documentos que la expresan, de los que hemos citado los principales, constituyen el fondo doctrinal dentro del cual sobresale el primer Concilio de Braga, a mediados del siglo VI. En esta perspectiva, el capítulo 7 de este Sínodo no aparece como un texto aislado, sino como una síntesis de las enseñanzas de los siglos IV y V en esta materia y especialmente de la doctrina del Papa San León Magno:
                «Si alguno pretende que el diablo no ha sido antes un ángel (bueno) hecho por Dios y que su naturaleza ha sido obra de Dios, sino que ha salido del caos y de las tinieblas y que no existe un autor de su ser sino que él mismo es el principio y la sustancia del mal, como dicen Mani y Prisciliano, sea anatema» (86).

3.  El advenimiento de los cátaros (siglos XII y XIII)
                Forman parte también de la fe explícita de la Iglesia, desde hace mucho tiempo, la condición de creatura y el acto libre con que el diablo se ha pervertido. En el Concilio IV de Letrán bastó introducir estas afirmaciones en el Símbolo sin necesidad de documentarlas, porque se trataba de creencias claramente profesadas. Tal inserción, que desde el punto de vista dogmático era posible ya anteriormente, en aquel entonces se había hecho necesaria, debido a que la herejía de los cátaros había adoptado algunos de los antiguos errores maniqueos. Entre los siglos XII y XIII muchas profesiones de fe tuvieron que insistir rápidamente en que Dios es creador de los seres «visibles e invisibles», que es autor de los dos Testamentos, y especificar que el diablo no era malo por naturaleza, sino como consecuencia de una elección (87). Las antiguas posiciones dualísticas, encuadradas en vastos movimientos doctrinales y espirituales, constituían entonces, en la Francia meridional y en la Italia septentrional, un daño real para la fe. En Francia, Ermengaudo de Béziers había tenido que escribir un tratado contra los herejes «que dicen y creen que el mundo presente y todos los seres visibles no han sido creados por Dios, sino por el diablo» y que existía un Dios bueno y omnipotente y un dios malo, esto es, el diablo (88). En Italia septentrional un cátaro convertido, Bonacursus, había dado también la alarma y había indicado con precisión las diversas escuelas de la secta (89). Poco después de su intervención, la Summa contra haereticos, atribuida por largo tiempo a Prepositino de Cremona, anota de manera más clara el impacto de la herejía dualista sobre la enseñanza de aquella época, cuando comienza así el tratado sobre los cataros:
                «Dios omnipotente ha creado solamente los (seres) invisibles e incorpóreos. Por lo que refiere al diablo, a quien este herético llama dios de las tinieblas, él ha creado los (seres) visibles y corpóreos. Después de decir esto el herético añade que existen dos principios de las cosas: el principio del bien, es decir, Dios omnipotente, y el principio del mal, es decir, el diablo; añade también que existen dos naturalezas: una buena, de los (seres) incorpóreos, creada por Dios omnipotente; otra mala, la de los (seres) corpóreos, creada por el diablo. El hereje que así se expresa se llamaba antiguamente Maniqueo, hoy Cátaro» (90).
                No obstante su brevedad, este resumen es significativo por su densidad. Hoy podemos completarlo haciendo referencia al «Libro de los dos principios», escrito por un teólogo cátaro poco después del Concilio IV de Letrán (91). Adentrándose en los particulares de la argumentación y basándose en la Sagrada Escritura, esta pequeña suma de los militantes de la secta pretendía impugnar la doctrina del único Creador y fundamentar sobre textos bíblicos la existencia de los dos principios opuestos (92). Junto al Dios bueno —decía— «debemos reconocer necesariamente la existencia de otro principio, el del mal, que actúa perniciosamente contra el verdadero Dios y contra la creatura» (93).

Valor de la decisión del Concilio de Letrán
                A principios del siglo XIII estas declaraciones, lejos de ser solamente teorías de intelectuales expertos, correspondían a un conjunto de creencias erróneas, vividas y difundidas por una multitud de conventículos ramificados, organizados y activos. La Iglesia tenía la obligación de intervenir, repitiendo enérgicamente las afirmaciones doctrinales de los siglos anteriores. Lo hizo el Papa Inocencio III introduciendo los dos enunciados dogmáticos, indicados anteriormente, en la confesión de fe del IV Concilio Ecuménico de Letrán. Fue leída oficialmente a los obispos y aprobada por ellos: preguntados en alta voz: ¿creéis estas (verdades) punto por punto?, ellos respondieron con una aclamación unánime: «Las creemos» (94). En su conjunto, el documento conciliar es un documento de fe y, dada su naturaleza y su formación, que son las de un Símbolo, cada punto principal tiene igualmente valor dogmático.
                Se caería en un manifiesto error si se pretendiese que cada párrafo de un Símbolo de fe deba contener una sola afirmación dogmática: esto significaría aplicar a su interpretación una hermenéutica válida, por ejemplo, en el caso de un decreto del Concilio de Trento, donde cada capítulo enseña generalmente un solo tema dogmático: necesidad de prepararse a la justificación (95), verdad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía (96), etc. El primer párrafo del Lateranense IV, en cambio, condensa en un número de líneas igual a las del capítulo del Tridentino sobre el «don de la perseverancia» (97), una cantidad de afirmaciones de fe, en gran parte ya definidas, sobre la unidad de Dios, la Trinidad y la igualdad de las Personas, la simplicidad de su naturaleza, las «procesiones» del Hijo y del Espíritu Santo. Lo mismo ocurre con la creación, especialmente en los dos pasajes que se refieren al conjunto de los seres espirituales y corpóreos creados por Dios y con la creación del diablo y su pecado. Se trataba, como hemos visto, de otros tantos puntos que a partir de los siglos IV-V pertenecían a la enseñanza de la Iglesia; introduciéndolos en el propio Símbolo, el Concilio no hizo otra cosa que consagrar su pertenencia a la norma universal de la fe.
                También la existencia de la realidad demoníaca y la afirmación de su poder tienen su fundamento no sólo sobre estos documentos más específicos; no obstante, adquieren otra expresión, más general y menos rígida, en los enunciados conciliares, cuando describen la condición del hombre sin Cristo.

La enseñanza común de las Papas y de los Concilios
A mediados del siglo V, en vísperas del Concilio de Calcedonia, el «Tomo» del Papa San León Magno a Flaviano precisó uno de los fines de la economía de la salvación, evocando la victoria sobre la muerte y sobre el diablo, que, según la Carta a los Hebreos, la tenía bajo su dominio (98). Más tarde, cuando el Concilio de Florencia habló de la Redención la presentó bíblicamente como una liberación del dominio del diablo (99). El Concilio de Trento, resumiendo la doctrina de San Pablo, declara que el hombre pecador «está bajo el poder del diablo y de la muerte» (100); salvándonos, «Dios nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, en el cual tenemos la redención, la remisión de los pecados» (101). Cometer pecado después del bautismo es «abandonarse al poder del demonio» (102) . Esta es, en efecto, la fe primitiva y universal de la Iglesia, atestiguada desde los primeros siglos en la liturgia de la iniciación cristiana, cuando los catecúmenos, se disponían ya para ser bautizados, renunciaban a Satanás, profesaban su fe en la Santísima Trinidad y se adherían a Cristo, su Salvador. (103)
                Por eso mismo, el Concilio Vaticano II, que se ha interesado más por el presente de la Iglesia que de la doctrina de la creación, no ha dejado de poner en guardia contra la actividad de Satanás y de los demonios. Como ya habían hecho los Concilios de Florencia y de Trento, ha recordado nuevamente con el Apóstol que Cristo nos «libera del poder de las tinieblas» (104); y, resumiendo la Sagrada Escritura, a la manera de San Pablo y del Apocalipsis, la Constitución Gaudium et Spes ha dicho que nuestra historia, la historia universal, «es una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (105). En otra parte, el Vaticano II renueva la exhortación de la Carta a los Efesios a «vestir la armadura de Dios para poder resistir a las insidias del diablo» (106). Porque, como la misma Constitución Lumen Gentium recuerda a los seglares, «debemos luchar contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (107). Finalmente, no causa ninguna sorpresa comprobar que el mismo Concilio, queriendo presentar la Iglesia como el reino de Dios ya comenzado, invoca los milagros de Jesús que, a este respecto, apela precisamente a sus exorcismos (108). Efectivamente, en esta ocasión fue pronunciada por Jesús la famosa declaración: «Sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (109).

El argumento litúrgico
                En cuanto a la liturgia, que ya hemos evocado de paso, aporta un testimonio particular, porque es la expresión concreta de la fe vivida, pero no debemos exigirle que responda a nuestra curiosidad sobre la naturaleza de los demonios, sus categorías y sus nombres.
                La liturgia se contenta con insistir, de acuerdo con su función, en la existencia de los demonios y en la amenaza que constituyen para los cristianos; basándose en las enseñanzas del Nuevo Testamento, la liturgia se hace directamente eco de ello, recordando que la vida de los bautizados es un combate emprendido, con la gracia de Cristo y la fuerza de su Espíritu, contra el mundo, la carne y los seres demoníacos (110).

El significado de los nuevos rituales.
                No obstante, hoy día este argumento litúrgico debe ser utilizado con mucha cautela. Por una parte, los rituales y los sacramentarios Orientales, habiendo conocido a lo largo de los siglos menos supresiones que integraciones, tienen peligro de desviarnos, sus demonologías son exuberantes; por otra parte, los documentos litúrgicos latinos, refundidos muchas veces a lo largo de la historia, invitan, precisamente a causa de estos cambios, a conclusiones igualmente prudentes.
                Nuestro antiguo ritual de la penitencia pública expresaba con fuerza la acción del demonio sobre los pecadores: desgraciadamente, estos textos, que han sobrevivido hasta nuestros días en el Pontifical Romano (111), hace mucho tiempo que ya no se usan. Antes de 1972 se podían citar también las oraciones de la recomendación del alma, que recordaban el horror del infierno y los últimos asaltos del demonio (112) ; pero estos textos significativos han desaparecido. Sobre todo, en nuestros días, el característico ministerio del exorcista, sin haber sido abolido radicalmente, está reducido a un servicio eventual, y de hecho solamente subsistirá si lo necesitan los obispos (113), sin que se haya previsto ningún rito para conferirlo. Una decisión de este género no significa, evidentemente, que el sacerdote no tenga ya el poder de exorcizar, ni que ya no deba ejercitarlo; pero esto obliga a constatar que la Iglesia, al no hacer de este ministerio una función específica, no reconoce ya a los exorcismos la importancia que tenían en los primeros siglos. Sin duda alguna, esta evolución merece tenerse en cuenta.
                Sin embargo, no debemos sacar la conclusión de que ha habido un retroceso o una revisión de la fe en el campo litúrgico. El Misal Romano de 1970 sigue reflejando la convicción existente en la Iglesia a propósito de las intervenciones demoníacas. Hoy, como antes, la liturgia del primer domingo de Cuaresma recuerda a los fieles cómo Jesucristo nuestro Señor venció al demonio: los tres relatos sinópticos de su tentación están reservados a los tres ciclos A, B, C, de las lecturas cuaresmales. El protoevangelio, con su anuncio de la victoria de la descendencia de la mujer sobre la de la serpiente (Gen 3, 15) se lee en el X domingo del año B y en el sábado de la V semana. La fiesta de la Asunción y el común de la Virgen presentan la lectura de Apocalipsis, 12, 1-6, es decir, la amenaza del Dragón contra la Mujer que da a luz (Mc 3, 20-35), que describe la discusión de Jesús con los Fariseos sobre Belcebú, forma parte de la lecturas del X domingo del año B, ya mencionado. La parábola del grano y de la cizaña (Mt 13, 23-43) aparece en el XVI domingo del año A, y su explicación (Mt 13, 36-43) se lee el martes de la semana XIII. El anuncio de la derrota del príncipe de este mundo (Jn 12, 20-23) se lee el V domingo de Cuaresma del año B y (Jn 14, 30) se lee durante la semana. Entre los textos de los Apóstoles (Ef 2, 1-10) está asignado al lunes de la semana XXIX (Ef 6, 10-20) al común de los santos y santas y al jueves de la semana XIII (Jn 3, 7-10) se lee el 4 de enero, y la fiesta de San Marcos propone la primera lectura de San Pedro, que presenta al diablo rondando en torno a su presa para devorarla. Estas citas, que para ser completas deberían multiplicarse, demuestran que los textos bíblicos más importantes sobre el diablo siguen formando parte de la lectura oficial de la Iglesia.
                Es verdad que el ritual de la iniciación cristiana de los adultos ha sido modificado en este punto y que ya no interpela al diablo con apostrofes imperativos; pero en el mismo sentido se dirige a Dios bajo forma de plegaria (114). El tono es menos espectacular, pero no menos expresivo y eficaz. Es, pues, falso pretender que los exorcismos han sido eliminados del nuevo ritual del bautismo. El error es tan claro que el nuevo ritual del catecumenado ha instituido, antes de los exorcismos llamados «mayores», exorcismos «menores», distribuidos a lo largo de todo el catecumenado y desconocidos en el pasado (115)
                Los exorcismos, pues, permanecen. Hoy, como ayer, piden la victoria sobre «Satanás», «el diablo», «el príncipe de este mundo» y «el poder de las tinieblas»; y los tres «escrutinios» habituales, en los que, como antes, tienen lugar los exorcismos, poseen la misma finalidad negativa y positiva de siempre: «Liberar del pecado y del diablo» y, al mismo tiempo, «fortalecer en Cristo» (116). La celebración del bautismo de los niños conserva también, en definitiva, un exorcismo (117); lo cual no quiere decir que la Iglesia considere a estos niños como otros tantos poseídos del demonio, sino que cree que también ellos necesitan todos los efectos de la Redención de Cristo. En efecto, antes del bautismo, todo hombre, niño o adulto, lleva el signo del pecado y de la acción de Satanás.
                En cuánto a la liturgia de la Penitencia privada, ésta habla hoy del diablo menos que antes; pero las celebraciones penitenciales comunitarias han restaurado una antigua oración, que recuerda la influencia de Satanás sobre los pecadores (118). En el ritual de los enfermos —como ya hemos notado— la oración de la recomendación del alma no subraya la presencia de Satanás; pero en el curso del rito de la unción el celebrante reza para que el enfermo «sea liberado del pecado y de toda tentación» (119). El santo óleo es considerado como una «protección» del cuerpo, del alma y del espíritu (120), y la oración Commendote, sin mencionar el infierno y el demonio, evoca, sin embargo, indirectamente su existencia y su acción al pedir a Cristo que salve al moribundo y lo cuente entre el número de «sus» ovejas y de «sus» elegidos: evidentemente, este lenguaje quiere evitar un trauma al enfermo y a su familia, pero no olvida la fe en el misterio del mal.

Conclusión
                En una palabra, la actitud de la Iglesia en todo lo referente a la demonología es clara y firme. Es verdad que a lo largo de los siglos la existencia de Satanás y de los demonios nunca ha sido hecha objeto de una afirmación explícita de su magisterio. La razón está en que la cuestión no se planteó jamás en estos términos: tanto los herejes como los fieles, fundándose en la Sagrada Escritura, estaban de acuerdo en reconocer su existencia y sus principales perversidades. Por eso hoy, cuando se pone en duda la realidad demoníaca, es necesario hacer referencia —como hemos recordado hace poco— a la fe constante y universal de la Iglesia y a su fuente más grande: la enseñanza de Cristo. En efecto, la existencia del mundo demoniaco se revela como un dato dogmático en la doctrina del Evangelio y en el corazón de la fe vivida. El malestar contemporáneo que hemos denunciado al principio no pone, pues, en discusión un elemento secundario del pensamiento cristiano, sino que compromete la fe constante de la Iglesia, su modo de concebir la Redención y, en el punto de partida, la conciencia misma de Jesús. Por eso Su Santidad Pablo VI, hablando recientemente de esta terrible realidad misteriosa y tremenda del Mal, podía afirmar con autoridad: «Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra creatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» (121). Ni los exegetas ni los teólogos deberían olvidar esta advertencia.
                Por eso repetimos que, al subrayar también hoy la existencia de la realidad demoníaca, la Iglesia no se propone ni retroceder a las especulaciones dualistas y maniqueas de otros tiempos, ni proponer un sustituto aceptable para la razón. Sólo quiere seguir siendo fiel al Evangelio y a sus exigencia. Está claro que jamás ha permitido al hombre descargarse de su responsabilidad atribuyendo las propias culpas a los demonios. La Iglesia no dudaba en lanzarse contra una escapatoria semejante cuando se manifestaba, diciendo con San Juan Crisóstomo: «No es el diablo, sino la incuria propia de los hombres la que causa todas sus caídas y todos los males de los que se lamentan» (122).
                A este respecto, las enseñanzas cristianas, con su valentía en defender la libertad y la grandeza del hombre y en hacer resaltar plenamente la omnipotencia y la bondad del Creador, no muestran desmayo. Esas enseñanzas han condenado en el pasado y condenarán siempre la excesiva facilidad en aducir como pretexto una incitación demoníaca; ha proscrito tanto la superstición como la magia; ha rechazado toda capitulación doctrinal frente al fatalismo y toda renuncia a la libertad frente al esfuerzo. Es más, cuando se habla de una posible intervención diabólica, la Iglesia deja siempre espacio, igual que con el milagro, a la exigencia crítica. En dicha materia exige reserva y prudencia. En efecto, es fácil caer víctimas de la imaginación, dejarse desviar por narraciones inexactas, torpemente transmitidas o abusivamente interpretadas. En estos, como en otros casos, es necesario ejercitar el discernimiento y dejar espacio a la investigación ya sus resultados.
                No obstante esto, la Iglesia, fiel al ejemplo de Cristo, cree que la exhortación del apóstol San Pedro a la «sobriedad» y a la vigilancia es siempre actual (123). Ciertamente, en nuestros días conviene defenderse de una nueva «embriaguez». Pero el saber y la potencia técnica también pueden embriagar. Hoy día el hombre se siente orgulloso de sus descubrimientos, y, muchas veces, justamente. Pero en nuestro caso, ¿está seguro de que sus análisis han esclarecido todos los fenómenos característicos y reveladores de la presencia del demonio? ¿No queda ya nada problemático en este punto? El análisis hermenéutico y el estudio de los Padres, ¿habrían allanado la dificultades de todos los textos? Nada hay menos seguro. Ciertamente, en otros tiempos hubo cierta ingenuidad al temer encontrar algún demonio en cada encrucijada de nuestros pensamientos. Pero, ¿no sería igualmente ingenuo hoy pretender que nuestros métodos digan pronto la última palabra sobre la profundidad de las conciencias, donde se interfieren las relaciones misteriosas del alma y del cuerpo, de lo sobrenatural, de lo preternatural y de lo humano, de la razón y de la revelación? Porque estas cuestiones se han considerado siempre vastas y complejas. En cuanto a nuestros métodos modernos, éstos, como los de los antiguos, tienen límites que no pueden traspasar. La modestia, que es también una cualidad de la inteligencia, debe conservar sus fueros y mantenerse en la verdad. Porque esta virtud —aun teniendo en cuenta el futuro— permite desde ahora al cristianismo dejar sitio a la aportación de la revelación, o más brevemente, a la fe.
                A esta fe, en realidad, nos conduce de nuevo el apóstol San Pedro cuando nos invita a resistir, «fuertes en la fe», al demonio. La fe nos enseña, en efecto, que la realidad del mal «es un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor» (124), y sabe también darnos confianza, haciéndonos saber que el poder de Satanás no puede traspasar los límites que Dios le ha marcado; nos asegura igualmente que, aunque el diablo es capaz de tentarnos, no puede arrancarnos nuestro consentimiento. Sobre todo, la fe abre el corazón a la plegaria, en, la cual encuentra su victoria y su coronación, haciéndonos triunfar sobre el mal gracias al poder de Dios.
                Es cierto que la realidad demoníaca, testificada concretamente por aquello que llamamos el misterio del Mal, permanece todavía hoy como un enigma que envuelve la vida cristiana. Nosotros no sabemos mucho mejor que los apóstoles por qué el Señor lo permite, ni cómo lo usa para sus designios; pero podría suceder que, en nuestra sociedad, prendada por el horizontalismo secular las explosiones inesperadas de este misterio ofrezcan un sentido menos refractario a la comprensión. Estas obligan al hombre a mirar más lejos, más alto, más allá de las evidencias inmediatas; a través de las amenazas y de la prepotencia del mal, que impiden nuestro caminar, nos permiten discernir la existencia de un más allá que hay que descifrar, y volvernos hacia Cristo para escuchar de Él la Buena Nueva de la salvación ofrecida como gracia.

Roma, 26 de junio de 1976

Notas
 (*) Ecclesia II (1975) 1057 (13) – 1065 (21); Sectas satánicas y fe cristiana, Ediciones Palabra, Madrid (cfr L’Osservatore Romano, Edizione quotidiana, 26.06.1975, pp. 6-7; L’Osservatore Romano, Édition hebdomadaire en langue française, 4.07.1975).
 (1) La actitud firme de la Iglesia frente a la superstición tiene ya una explicación en la severidad de la ley de Moisés, aunque ésta no estaba motivada formalmente por la conexión de la superstición con los demonios. Así, Ex 22, 17, condenaba a muerte, sin más explicación a quién practicaba la magia; Lev 19, 26 y 31, prohibía la magia, la astrología, la nigromancia y la adivinación; Lev 20, 27, añadía la invocación de los espíritus. Dt 8, 10, condenaba a la vez a los adivinos, astrólogos, magos, hechiceros, encantadores, invocadores de fantasmas y de espíritus y a quienes consultaban a los muertos. En Europa, durante la alta Edad Media, quedaban todavía muchas supersticiones paganas, como se deduce de los discursos de S. Cesáreo de Arles y de S. Eloy, del «De correctione rusticorum», de Martín de Braga, de los elencos contemporáneos de supersticiones (cfr. «P. L.», 89, 810-818) y de los libros penitenciales. El I Concilio de Toledo (Denz-Sch., 205), y después el de Braga (Denz-Sch., 459) condenaron la astrología, como hizo también el Papa San León Magno en la carta a Toribio de Astorga (Denz-Sch., 483). La Regla IX del Concilio de Trento prohíbe la quiromancia, nigromancia, etc. (Denz-Sch., 1859). La magia y la hechicería provocaron por sí solas bastantes Bulas Pontificias (de Inocencio VIII, León X, Adriano VI, Gregorio XV, Urbano VIII) y muchas decisiones de Sínodos regionales. Sobre el magnetismo y el espiritismo tratará, sobre todo, la carta del Santo Oficio del 4 de agosto de 1856 (Denz-Sch., 283-285).
 (2) «De diabolo tentatore, Homil.» II, 1; «P. G.», 49, 257-258.
 (3) Hch 23, 8. En el contexto de las creencias judías en los ángeles y en los espíritus malignos, nada obliga a recortar el término «espíritu», sin especificación, a la significación exclusiva de los espíritus de loe muertos; éste se aplica también a los espíritus del mal, esto es, a los demonios: esta es la opinión de dos autores hebreos (G. F. Moore, «Judaism in the First Centuries of the Christian Era», vol. I, 1927, p. 68 ; M. Simón, «Les sectes juives au temps de Jésus», París, 1960, p, 25) y de un protestante (R. Meyer, «T. W. N. T.», VII, página 54).
 (4) Cuando Jesús declara: «No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt 5, 17), expresaba claramente su respeto por el pasado; y los versículos siguientes (19-20) confirman esta impresión; pero su condena del divorcio (Mt 5, 31), de la ley del talión (Mt 5, 38), etc., subrayan su total independencia más que el deseo de asumir el pasado y completarlo. Lo mismo, con mayor razón, se debe decir de su condena al exagerado apego de los fariseos a la tradición de los antiguos (Mt 7, 1-22).
 (5) Mt 8, 28-34; 12, 22-45. Aun admitiendo variaciones en el significado atribuido por cada uno de los Sinópticos a los exorcismos, debe reconocerse su amplia convergencia.
 (6) Mc 1, 12-13.
 (7) Mt 5, 37; 6, 13; cfr. Jean Carmignac, Recherches sur le «Notre Pére», Paris, 1969, paginas 305-319. Por lo demás, ésta es la interpretación de los Padres griegos y de muchos occidentales (Tertuliano, S. Ambrosio, Casiano); pero S. Agustín y el «Libera nos» de la misa latina orientaron hacia una interpretación impersonal.
 (8) E. Renaudot, «Liturgiarum orientalium collectio», 2 vols., «ad locum Missae»; H. Denzinger, «Ritus Orientalium», 1961, 2 t. II, página 436. Esta parece ser también la interpretación seguida por Pablo VI en el discurso de la audiencia general del 15 de noviembre de 1972, porque se habla del mal como principio viviente y personal (L’Osservatore Romano, 16 de noviembre de 1972).
 (9) Mt 13, 19.
 (10) Mt 13, 39.
 (11) Mt 16,19, así entendido por P. Joun, M. Lagrange, A. Médebielle, D. Buzy, M. Meinertz, W. Trillinng, J. Jéremias, etc. No se entiende, pues, por qué hoy día alguien descuida Mt 16, 19, para detenerse en 16, 23.
 (12) Lc 22, 31.
 (13) Jn 14, 30.
 (14) Lc 22, 53; cfr. Lc 22, 3; sugiere, como se ha reconocido, que el evangelista entiende de manera impersonal este «poder de las tinieblas».
 (15) Jn 16, 11.
 (16) Ef 2, 1-2; 2Tes 2, 11; 2Co 4, 4.
 (17) Gal 5, 17; Rm 7, 23-24.
 (18) Ef 6, 11-16.
 (19) Ef 4, 27; 1Co 7, 5.
 (20) Rm 16, 20.
 (21) 2Co 4, 4.
 (22) 2Tes 2 7.
 (23) 2Co 4, 4, evocado por Pablo VI en la alocución arriba citada.
 (24) 1Co 10, 19-20; Rm 1, 21-22. Esta es, efectivamente, la interpretación seguida por la Lumen Gentium, n. 16: «Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la creatura más bien que al Creador».
 (25) 2Co 11, 3.
 (26) 2Tes 2, 3-4, 9-11.
 (27)) Ap 12, 9.
 (28) Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.
 (29) Jn 8, 34.
 (30) Jn 8, 38, 44.
 (31) Jn 8, 44.
 (32) Jn 8, 41.
 (33) Ib.
 (34) Jn 8, 38, 44.
 (35) J. Quasten, «Initiation aux Pères de l’Églice», I, Paris, 1955, p. 279 («Patrology», volumen I, p. 246).
 (36) «Adv. Haer.», V, XXIV, 3; «P. G.», 7, 1188 A.
 (37) Ib., XXI, 2; «P. G.», 7, 1179 C, 1180 A.
 (38) «De Civitate Dei», Lib. XI, IX; «P. L.», 41 323-325.
 (39) «De Genesi ad litteram», lib, XI, XXIV, 31; «P. L.», 34, 441-442.
 (40) «P. L.», 76, 694; 705, 722.
 (41) S. Ireneo, «Adv. Haer.», IV, XI, 3; «P. G.», 7, 13 C.
 (42) «De praescriptionibus», cap. XI; «P. L.», 2, 54; «De ieiuniis», cap. XVI; ibid., 977.
 (43) «Firmiter credimur et simpliciter confitemur... unum universorum principium, creator omnium invisibilium et visibilium, spiritualium et corporalium, qui sua omnipotenti virtute simul ab initio temporis, utramque de nihilo condidit creaturam, spiritualem et corporalem, angelicam, videlicet et mundanam, ac deinde humanam quasi communem ex spiritu et corpore constitutam. Diabolus enim et daemones alii a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali. Homo vero diaboli suggestione peccavit...» («C. Oe. D. = Conciliorum Oecumenicorum Decreta», editorial I. S. R. Bologna, 1973, 3, p. 230; Denz-Sch., «Enchiridion symbolorum», n. 800).
 (44) La primera, en orden cronológico, es la profesión de fe del Sínodo de Lyon (aa. 1179-1181), pronunciada por Valdés (edic. A. Dondaine, «Arch. Fr. Pr.», 16 (1946), después la impuesta a Durando de Huesca ante el obispo de Tarragona en 1208 («P. L.», 215, 1510-1513) y finalmente, la de Bernardo Primo en 1210 («P. L.», 216, 289-292). Denz-Sch., 790-797 colecciona estos documentos.
 (45) En el Concilio de Braga (560-563), en Portugal (Denz-Sch., 451-464).
 (46) Flp 2, 10.
 (47) Ef 1, 21.
 (48) Col 1, 16.
 (49) «C. Oe. D.», pp. 5 y 24; Denz-Sch., 125-150.
 (50) Denz-Sch., 188.
 (51) En Jerusalén (Denz-Sch., 41), en Chipre (referido por Epifanio de Salamina: Denz-Sch., 44), en Alejandría (Denz-Sch., 46), en Antioquía (Ib., 50), en Armenia (Ib., 48), etc.
 (52) «P. E.» («Prex Eucharistica», ed. Hänggl-Pahl, Fribourg, 1968), p. 244.
 (53) «P. E.», pp. 232 y 348.
 (54) «P. E.», pp. 327, 332 y 382.
 (55) «Adv. Haer.», II, XXX, 6; «P. G.», 7, 888 B.
 (56) «P. G.», 25, 199-200.
 (57) «De fide orthodoxa contra Arianos»: en las obras atribuidas a S. Ambrosio («P. L.», 17,549) y a Febadio («P. L.», 20, 49).
 (58) «De Genesi ad litteram liber imperfectus», I, 1-2; «P. L.», 34, 221.
 (59) «De fide liber unus», III, 25; «P. L.», 65, 683.
 (60) Esta profesión de fe, pronunciada por el emperador Miguel Paleólogo, conservada por Hardouini y Mansi en las Actas de este Concilio, puede verse en Denz-Sch., 851. El «C. Oe. D.» de Bolonia la omite sin indicar la razón (en el Concilio Vaticano I el relator de la «Deputatio fidei», sin embargo, hizo alusión oficialmente, Mansi, t. 52,. 1113 B).
 (61) Sess. IX: «Bulla unionis Coptorum, C. Oe. D.», p. 571; Denz-Sch., 1333.
 (62) Denz-Sch., 1862 (falta en «C. Oe. D.).
 (63) Sess. III: 'Constitutio' «Dei Filius», capítulo I: «C. Oe. D.», pp. 805-806; Denz-Sch., 3002.
 (64) Mani, fundador de la secta, vivió en el siglo III de nuestra era. A partir del siglo siguiente, se afirmó la resistencia de los Padres al maniqueísmo. Epifanio consagró a esta herejía una larga exposición, seguida de una confutación («Adv. Haer.», 66; «P. G.», 42, 29-172). San Atanasio habla de ella ocasionalmente («Oratorio contra gentes», 2; «P. G.», 25, 6 C). S. Basilio compuso un pequeño tratado: «Quod Deus non sit auctor malorum», «P. G.», 31, 330-354). Dídimo de Alejandría es el autor de un «Contra Manicheos («P. G.», 39, 1085-1110). En Occidente, San Agustín, que en su juventud había aceptado el maniqueísmo, después de la conversión lo combatió sistemáticamente (cfr. «P. L.», 42).
 (65) «Oratio, 40. In sanctum Baptisma», número 45; «P. G.», 36, 424 A.
 (66) Los Padres interpretaron en este sentido Is 14, 14, y Ez 28, 2, donde los profetas tratan de desacreditar el orgullo de los reyes paganos de Babilonia y de Tiro.
 (67) «No me digáis que la malicia ha existido siempre en el diablo; al principio no la tuvo; se trata de un accidente de su ser, que le sobrevino después» (S. Juan Crisóstomo, «De diabolo tentatore, homil.» II, 2; «P. G.», 49, 260).
 (68) «Quod Deus non sit autor malorum», 8; «P. G.», 31, 345 C-D.
 (69) «Oratio 38. In Theophania», 10; «P. G.», 36, 320 C, 321 A; «Oratio 45. In sanctum Pascha», ibíd., 629 B.
 (70) Cfr. «Supra», n. 67.
 (71) «Contra Manicheos», 16: interpreta en este sentido Jn 8, 44 («In veritate non stetit»); «P. G.», 9, 1105 C; cf. «Enarratio in epist. B. Judae», en v. 9, ibíd., 1814 C, 1815 B.
 (72) «Adversus Marcionem», II, X; «P. L.», 296-298.
 (73) Ver en el párrafo siguiente el primero de los cánones del «De Trinitate».
 (74) «Apologia proph. David.», I, 4; «P. L.», 14, 1453 C-D; «In Psalmum» 118, 10; «P. L.», 15, 1363 D.
 (75) «De Genesi ad litteram», lib. XI, XX-XXI, 27-28; «P. L.», 34, 439-440.
 (76) «Si quis confitetur angelum apostaticum in natura, qua factus est, non a Deo factum fuisse, sed ab se esse, ut de se illi principium habere adsignet, anathema sit. Si quis confitetur angelum apostaticum in mala natura a Deo factum fuisse et non dixerit eum per voluntatem suam malum concepisse, anathema illi. Si quis confitetur angelum Satanae mundum fecisse, quod absit, et non indicaverit (iudicaverit) omne peccatum per ipsum adinventum fuisse» («De Trinitate», VI 17, 1-3, ed. V. Bulhart, «CC, SI.», 9, pp. 89-90; «P. L.», 280-281).
 (77) «CSEL», XXV, 2, pp. 977-982; «P. L.», 42, 1153-1156.
 (78) «De Genesi ad litteram liber imperfectus», I, 1-2; «P. L.», 34, 221.
 (79) Denz-Sch., 188,
 (80) Esto es, la sexta anotación del memorial dirigido al Papa por el obispo de Astorga, su interlocutor.
 (81) «Sexta annotatio indicat eos dicere quod diabolus numquam fuerit bonus, nee natura eius opificium Dei sit, sed eum. ex chao et tenebris emersisse: quia scilicet nullum sui habet auctorem sed omnis mali ipse sit principium atque substantia: cum fides vera, quae est catholica, omnium creaturarum sive spiritualium, sive corporalium bonam confiteatur substantiam, et mali nullam esse naturam: quia Deus, qui universitatis est conditor nihil non bonum fecit. Unde et diabolus bonus esset, si in eo quod factus est permaneret. Sed quia naturali excellentia male usus est, et in veritate non stetit (Joan VII, 44), non in contrariam transit substantiam, sed a summo bono, qui debuit adhaerere, descivit...» («Epist.», 15, cap. VI; «P. L.», 54, 683; cfr. Denz-Sch., 286; el texto crítico editado por V. Vollmann, O. S. B., tiene solamente variantes de puntuación).
 (82) Cap. IX: «Fides vera, quae est catholica, omnium creaturarum sive spiritualium, sive corporalium bonam confitetur substantiam, et mali nullam esse naturam: quia Deus, qui universitatis est conditor, nihil non bonum fecit. Unde et diabolus bonus esset, si in eo quod factus est permaneret. Sed quia natural excellentia male usus est, et in veritate non stetit, non in contrariam substantiam transiit, sed a summo bono, cui debuit adhaerere, discessit» («De ecclesiasticis dogmatibus», «P. L.», 58, 995 C-D). Pero la recensión primitiva de esta obra publicada como apéndice a las obras de S. Agustín no tiene este capítulo («P. L.». 42, 1213-1222).
 (83) «De fide seu de regula fidei ad Petrum liber unus», «P. L.», 65, 671-706. «Principaliter tene» (III, 25, col. 683 A); «Firmissime tene...» (IV, 45, col. 694 C). «Pars itaque angelorum quae a suo Creatore Deo, quo solo bono beata fuit, voluntaria prorsus aversione discessi...» (III, 31, col. 687 A); «nullamque esse mali naturam» (XXI, 62, col. 699 D-700 A).
 (84) «Concilia Gallica (314-506), (CC, SL», 148, ed. Ch. Munier, p. 165, 25-26; también en el apéndice del «Ordo», XXXIV, en: M. Andrieu, «Ordines Rommani», t. III, Lovanii, 1951, página 616.
 (85) «P. L.», 215, 1512 D; A. Dondaine, «Arch. Fr. Pr.», 16 (1946), 232; Denz-Sch., 797.
 (86) Denz-Sch., 457.
 (87) Cfr. más arriba, n. 44.
 (88) «P. L.», 204, 1235-1272. Cfr. E. Delaruelle, «Dict. Hist. et Géogr. Eccl.», vol. XV, colección 754-757.
 (89) «P. L.», 204, 775-792. El contexto histórico de Italia septentrional lo describe bien el p. Ilarino da Milano, «Le eresie medioevali» (ss. XI-XV), en la: «Grande Antologia filosofica», vol. IV, Milano, 1954, pp. 1599-1689. La obra de Bonacursus es estudiada por el mismo padre Ilarino da Milano: «La manifestatio heresis Catarum quam fecit Bonacursus» «secondo il cod. Ottob. lat. 136 della Biblioteca Vaticana, Aevum. 12 (1938), 281-333.
 (90) «Sed primo de fide. Contra quam proponit sententiam falsitatis et iniquitatis dicens Deum omnipotentem sola invisibilia et incorporalia creasse; diabolum vero, quem deum tenebrarum appellat, dicit visibilia et corporalia creasse. Quibus predictis addit hereticus duo esse principia rerum: unum boni, scilicdt Deum omnipotentem: alterum mali, scilicet diabolum. Addit etiam duas esse naturas: unam bonam, incorporalium, a Deo omnipotentem creatam: alteram malam, corporalium, a diabolo creatam. Hereticus autem qui hoc dicit antiquitus Manicheus, nunc vero Catharus appellatur» («Summa contra haereticos», cap. I, EDC. Josephi N. Garvin y James A. Corbett, University of Notre-Dame, 1958, p. 4).
 (91) Este tratado, que fue descubierto y editado por primera vez por Antoine Dondaine, O. P., ha sido publicado recientemente en su segunda edición: «Livre des deux principes. Introduction. Texte critique, traduction, notes et índex, por Christine Thouzallier, S. Chr., 198, París, 1973.
 (92) L. c. n. 1, pp. 160-161.
 (93) Ib., n. 12, 190-191.
 (94) «Dominus papa, summo mane missa celebrata et omnibus episcopis per sedes suas dispositis, in eminentiorem locum cum suis kardinalibus et ministris ascendens, santae Trinitatis fidem et singulis fidei artículos recitari facit. Quibus recitatis quesitum est ab universis alta voce: Creditis haec per omnia?' Responderunt omnes: ‘Credimus’. Postmodum damnati sunt omnes heretici et reprobate quorumdam sententiae, Joachim videlicet et Emelrici Parisiensis. Quibus recitantis iterum quasitum est: 'An reprobatis sententias Joachim et Emelrici?' At illi magis inalescebant clamando: 'Reprobamus' ('A new eyewitnes Account of the the Fourth Lateran Council, publicado por St. Kuttner y Antonio García y García, en «Traditio», 20  (1964), 115-128, especialmente páginas 127-128).
 (95) Sess. VI: «Decretum de iustificatione, capítulo V, «C. Oe. D.», p. 672; Denz-Sch., 1525.
 (96) Sess. XIII, cap. I, «C. Oe. D.», p. 693; Denz-Sch., 1636-1637.
 (97) Sess. VI, cap. XIII, «C. Oe. D.», página 676; Denz-Sch., 1541.
 (98) Denz-Sch., 291; la fórmula será nuevamente tomada por la sess. V, cap. 1 del Concilio de Trento («C. Oe. D», p. 666; Denz-Sch., 1511).
 (99) Sess. XI: «Bulla unionis Coptorum», (C. Oe. D.», pp. 675-676»; Denz-Sch., 1347-1349.
 (100) Sess. VI, cap. I: «C. Oe. D.», p. 671; Denz-Sch., 1541.
 (101) Col. 1, 13-14, citado en el mismo decreto, cap. III: «C. Oe. D.», p. 671; Denz-Sch., 1523.
 (102) Sess. XIV: «De poenitentia», cap. I, «C. Oe. D.», p. 703; Denz-Sch., 1668.
 (103) Este rito aparece ya en el siglo III en la «Traditio Apostolica» (ed. B. Botte, cap. 21, páginas 46-51) y en el siglo IV, en la liturgia de las «Constitutiones Apostolorum», VII, 41, edición de F. X. Funk, «Didascalia et Constitutiones Apostolorum», t. I, 1905, pp. 444-447).
 (104) Ad gentes, nn. 3 y 14 (nótese la cita de Col 1, 13, y el conjunto de la nota 19 del número 14).
 (105) Gaudium et Spes, n. 37, b.
 (106) Ef., 6, 11-12, señalado por la Lumen Gentium, 43, d.
 (107) Ef., 6, 12, señalado también por la Lumen Gentium, 35, a.
 (108) Lumen Gentium, 5, a.
 (109) Lc., 11, 20; cfr. Mt 12, 28.
 (110) C. Vagaggini, O. S. B., «Il senso teologico della liturgia. Saggio di teologia liturgica generale», Roma, 1965, 4, cap. XIII, «Le due città, la liturgia e la lotta contro Satana», páginas 346-427; Egon von Petersdorff, «De daemonibus in liturgia memoratis. Angelicum», (1942), pp. 324-339; «Daemonologie», I. «Daemonen in Weltlan», II. «Daemonen am Werk», Munich, 1956-1957.
 (111) Léase el «Ordo excomunicandi et absolvendi», y especialmente la larga admonición «Quia N. diabolo suadente...», «Pontificale Romanum», segunda ed. Ratisbona, 1008, pp. 392-398.
 (112)) Citamos de la oración «Commendote...» «Ignores omne, quod horret in tenebris, quod stridet in flammis, quod cruciat in tormentis, cedat tibi teterrimus satanás cum satellitibus suis...».
 (113) Así está establecido en el n. IV del «motu proprio» «Ministeria quaedam»: «Minsteria in tota Ecclesia latina servanda, hodiernis necessitatibus accomodata, duo sunt, 'Lectoris' nempe et 'Acolythi'. Partes quae hucusque Subdiacono commissae erant, Lectori et Acolythae concreduntur, ac proinde in Ecclesia Latina ordo maior Subdiaconatus non amplius habetur. Nihil tamen obstat, quominus ex Conferentiae iudicio, Acolythu alicubi etiam Subdiaconus vocari possit» («AAS, 64  (1972), página 532). De este modo se suprime el exorcistado y no está previsto que los relativos poderes puedan ser ejercitados por el lector o por el acólito. El «motu proprio» declara solamente (p. 531) que las Conferencias Episcopales podrán solicitar para su región los ministerios del «Ostiario», del «exorcista» y del «catequista».
 (114) El paso a la forma deprecativa se ha realizado solamente después de «experimentos», seguidos a su vez por reflexiones y discusiones en el «Consilium».
 (115) «Ordo initiationis christianae adultorum», ed. typ., Roma, 1972, nn. 101, 109-118, páginas 36-41.
 (116) Ibíd., n. 25, p. 13; y nn. 154-157, página 54.
 (117) Así fue desde la primera edición: «Ordo Baptismi parvolorum», ed. typ. Roma, 1969, página 27, n. 49 y p. 85, n. 221; la única novedad consiste en que este exorcismo es deprecativo, «Oratio exorcismi», y que a éste le sigue inmediatamente la «unctio praebaptismalis» (ib. n. 50); pero los dos ritos, exorcismo y unción, tienen cada uno la propia conclusión.
 (118) En el nuevo «Ordo Paemtentiae», ed. typ. Roma, 1974, nótese, en el II apéndice la oración «Deus humani generis benignissime conditor (pp. 85-86), que, a pesar de ligeros, retoques, es idéntica de la «Oratio reconciliationis poenitentium» del Jueves Santo («Pontificale Romanum», Ratisbona, 1908, p. 350).
 (119) «Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae», ed. typ. Roma, 1972, p. 33 número 73.
 (120) Ib., p. 34, n. 75.
 (121) «Padre nostro... liberaci dal male». Alocución en la audiencia general del 15 de noviembre de 1972 (Pablo VI, «Enseñanzas al pueblo de Dios», -1972, pp. 183-188). El Santo Padre había manifestado la misma inquietud) en la homilía del 29 de junio precedente: «Ser fuertes en la fe» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, de 9 de julio de 1972, páginas 1-2).
 (122) «De diabolo tentatore», homil. II, «P. G.», 49, 259.
 (123) 1P 5, 8.
 (124) Pablo VI, ibíd.

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