La Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe ha encargado a un experto la preparación del presente
estudio, que recomienda encarecidamente como base segura para reafirmar la
doctrina del Magisterio acerca del tema «Fe cristiana y demonología»*.
A lo
largo de los siglos la Iglesia ha reprobado las diversas formas de
superstición, la preocupación excesiva acerca de Satanás y de los demonios, los
diferentes tipos de culto y de apego morboso a estos espíritus (1); sería por esto injusto afirmar que el
cristianismo ha hecho de Satanás el argumento preferido de su predicación,
olvidándose del señorío universal de Cristo y transformando la Buena Nueva del
Señor resucitado en un mensaje de terror. Ya San Juan Crisóstomo declaraba a
los cristianos de Antioquía: «No es para mí ningún placer hablaros del diablo,
pero la doctrina que este tema me sugiere será para vosotros muy útil» (2).
Efectivamente, sería un error funesto comportarse como si nada tuvieran que
enseñarnos las lecciones de la historia y considerar que la Redención ha
surtido ya todos sus efectos sin que haga falta empeñarse en la lucha de la que
nos hablan el Nuevo Testamento y los maestros de vida espiritual.
Un malestar actual
En este error se puede caer hoy también. En efecto,
son muchos los que se preguntan si no sería el caso de examinar de nuevo la
doctrina católica acerca de este punto, comenzando por la Escritura. Algunos
creen imposible cualquier toma de posición —¡como si se pudiera dejar en
suspenso este problema!— haciendo notar que los Libros Sagrados no permiten
pronunciarse ni en favor ni en contra de la existencia de Satanás y de los
demonios; con mayor frecuencia tal existencia es puesta abiertamente en duda.
Ciertos críticos, creyendo poder distinguir la posición propia de Jesús,
insinúan que ninguna de sus palabras garantizan la realidad del mundo de los
demonios, sino que la afirmación de la existencia de los mismos, cuando tal
afirmación aparece, refleja más bien las ideas de los escritos judaicos o
depende de tradiciones neotestamentarias y no de Cristo; y dado que dicha
afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central, no comprometería
hoy nuestra fe y seríamos libres de abandonarla. Otros, más objetivos, y a la
vez más radicales, aceptan las aserciones de la Sagrada Escritura en su sentido
más obvio, pero añaden que en el mundo actual no son aceptables ni siquiera
para los cristianos. Por esto, también ellos las eliminan. Para algunos,
finalmente, la idea de Satanás, sea cual fuere su origen, no tiene ya
importancia y el intento de justificarla no lograría sino hacer perder crédito
a nuestras enseñanzas o hacer sombra al discurso acerca de Dios, que es el
único que merece nuestro interés. Hay que notar que para unos y otros los
nombres de Satanás y del demonio no son sino personificaciones míticas y
funcionales, cuyo único significado es el de subrayar dramáticamente el influjo
del mal y del pecado sobre la Humanidad. Un simple lenguaje, por tanto, que
nuestra época debería descifrar con el fin de encontrar una manera diversa de
inculcar en los cristianos el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal
existentes en el mundo.
Estas tomas de posición, repetidas con gran alarde de
erudición y difundidas por revistas y por ciertos diccionarios de teología, no
pueden menos de turbar los ánimos. Los fieles, acostumbrados a tomar en serio
las advertencias de Cristo y de los escritos apostólicos, tienen la impresión
de que esta forma de hablar tiende a cambiar radicalmente, en este punto, la opinión
pública; además, quienes conocen las ciencias bíblicas y religiosas se
preguntan hasta dónde podrá llevarnos el proceso de desmitización emprendido en
nombre de una cierta hermenéutica.
Frente a tales postulados, y con el fin de dar una
respuesta a los mismos, hemos de detenernos, brevemente, ante todo, en el Nuevo
Testamento, para poner de relieve su testimonio y autoridad.
EL NUEVO TESTAMENTO Y SU CONTEXTO
Antes de recordar la independencia de espíritu con la
que Jesús se comportó en todo momento respecto a las opiniones de su tiempo, es
importante notar que no todos sus contemporáneos tenían, a propósito de los
ángeles y demonios, aquella creencia común que muchos parecen atribuirles hoy y
de la cual Jesús mismo dependería.
Una indicación, con la que los Hechos de los
Apóstoles describen la polémica provocada entre los miembros del Sanedrín por
una declaración de San Pablo, nos hace saber, en efecto, que los saduceos no
admitían, contra la opinión de los fariseos, «ni resurrección, ni ángel, ni espíritu»,
es decir, según la interpretación dada por los buenos exegetas, no creían en la
resurrección y, por tanto, tampoco en los ángeles o en los demonios (3). Así,
pues, en lo que se refiere a Satanás, a los demonios y a los ángeles, la
opinión de los contemporáneos de Jesús parece dividida en dos concepciones
diametralmente opuestas. ¿Cómo puede entonces sostenerse que, al ejercer y dar
a otros el poder de expulsar los demonios, Jesús —y a ejemplo suyo los
escritores del Nuevo Testamento— no han hecho otra cosa que adoptar, sin ningún
esfuerzo crítico, las ideas y prácticas de su tiempo? Ciertamente, Cristo, y
con mayor razón los apóstoles, pertenecían a su época y compartían la cultura
de la misma; pero Jesús, en virtud de su naturaleza divina y de la revelación
que había venido a comunicar, trascendía su ambiente y su tiempo, escapaba a su
presión. La lectura del sermón de la montaña basta para convencernos de su
libertad de espíritu, a la vez que de su respeto por la tradición (4). Por
esto, cuando Él reveló el significado de su redención, tuvo evidentemente que
tener en cuenta a los fariseos, los cuales, como Él mismo, creían en el mundo
futuro, en el alma, en los espíritus, en la resurrección; y hasta no pudo
olvidar a los saduceos que no admitían tales creencias. Así, pues, cuando los
fariseos lo acusaron de expulsar los demonios con la ayuda del príncipe de los
mismos, Él habría podido sortear la dificultad alineándose con los saduceos;
pero haciendo esto habría desmentido lo que era su misión. Por tanto, sin
renegar la creencia en los espíritus y en la resurrección —que Él tenía en
común con los fariseos— debía tomar distancia respecto de ellos, oponiéndose no
menos a los saduceos.
Sostener, pues, hoy que lo dicho por Jesús sobre
Satanás expresa solamente una doctrina tomada del ambiente y que no tiene
importancia para la fe universal, aparece en seguida como una opinión basada en
una información deficiente sobre la época y la personalidad del Maestro. Si
Jesús ha usado este lenguaje, y, sobre todo, si lo ha puesto en práctica
durante su ministerio, es porque expresaba una doctrina necesaria —al menos en
parte— para la noción y la realidad de la salvación que Él traía.
El testimonio personal de Jesús
También las principales curaciones de posesos fueron
hechas por Cristo en momentos que resultan decisivos en la narración de su
ministerio. Sus exorcismos ponían y orientaban el problema de su misión y de su
persona, como prueban suficientemente las reacciones suscitadas (5).
Sin poner nunca a Satanás en el centro de su
Evangelio, Jesús habló de él sólo en momentos evidentemente cruciales, y con
declaraciones importantes. En primer lugar inició su ministerio público
aceptando ser tentado por el diablo en el desierto: la narración de Marcos,
precisamente a causa de su sobriedad, es tan decisiva como la de Mateo y la de
Lucas (6). Puso en guardia a los suyos en el sermón de la montaña y en la
oración que les enseñó, el Padrenuestro, como admiten hoy muchos exegetas (7), apoyándose en el testimonio de diversas
liturgias (8).
En las parábolas, Jesús atribuyó a Satanás los
obstáculos que encontraba su predicación (9), como en el caso de la cizaña
sembrada en el campo del padre de familia (10). A Simón Pedro anunció que «las puertas
del infierno» intentarían prevalecer sobre la Iglesia (11), que Satanás
trataría de pasarlo por la criba como a los demás apóstoles (12). En el momento
de dejar el Cenáculo, Cristo declaró como inminente la venida del «príncipe de
este mundo» (13). En el Getsemaní, cuando fue arrestado por los soldados,
afirmó que había llegado la hora del «poder de las tinieblas» (14); sin embargo
Él sabía y lo había declarado en el Cenáculo, que «el príncipe de este mundo ha
sido ya juzgado» (15).
Estos hechos y estas declaraciones —bien encuadrados,
repetidos y concordantes— no son casuales ni pueden ser tratados como datos
fabulosos que hay que desmitificar. En caso contrario habría que admitir que en
aquellas horas críticas la conciencia de Jesús, cuya lucidez y dominio de sí
mismo aparecen evidentes ante los jueces, era presa de fantasmas ilusorios y
que su palabra carecía de toda firmeza; lo cual estaría en contraste con la
impresión de los primeros que la escucharon y de los lectores de los
evangelios. Se impone, por tanto, una conclusión: Satanás, a quien Jesús había
afrontado con sus exorcismos, que había encontrado en el desierto y en la
pasión, no puede ser el simple producto de la capacidad humana de inventar
fábulas o de personificar las ideas, ni tampoco un vestigio aberrante del
lenguaje cultural primitivo.
Es verdad que San Pablo, resumiendo en grandes
líneas, en la Carta a los Romanos, la situación de la Humanidad antes de
Cristo, personifica el pecado y la muerte, mostrando su temible poder; pero se
trata, en el conjunto de su doctrina, de un momento que no es el efecto de un
puro recurso literario, sino de su aguda conciencia de la importancia de la
cruz de Jesús y de la necesidad de la opción de fe que Él pide.
Los escritos paulinos
Por otra parte, Pablo no identifica el pecado con Satanás.
En efecto, en el pecado él ve, ante todo, lo que este último es esencialmente:
un acto personal de los hombres, y también el estado de culpabilidad y de
ceguera en el que Satanás trata efectivamente de meterlos y mantenerlos (16).
De esta manera, Pablo distingue bien a Satanás del pecado. El Apóstol, que
frente a la «ley del pecado que siente en sus miembros» confiesa su impotencia
sin la ayuda de la gracia (17), es el mismo que, con gran decisión, invita a
resistir a Satanás (18), a no dejarse dominar por él, a no darle entrada (19),
a aplastarlo bajo los pies (20). Porque Satanás es para él una entidad
personal, «el dios de este mundo» (21), un adversario astuto, distinto tanto de
nosotros como del pecado al que él lleva.
Como en el Evangelio, el Apóstol ve a Satanás activo
en la historia del mundo, o sea, en lo que él llama «el misterio de la
iniquidad» (22); en la incredulidad que rechaza reconocer la gloria de Cristo (23),
en la aberración de la idolatría (24),
en la seducción que amenaza la fidelidad de la Iglesia a Cristo su Esposo (25) y, finalmente, en la prevaricación
escatológica que conduce al culto del hombre, colocándole en lugar de Dios (26).
Ciertamente, Satanás induce al pecado, pero se distingue del mal que hace
cometer.
El Apocalipsis y el Evangelio de de San Juan
El Apocalipsis es, sobre todo, el grandioso cuadro en
el que el poder de Cristo resucitado resplandece en los testigos de su
Evangelio: proclama el triunfo del Cordero inmaculado; pero nos engañaríamos
completamente acerca de la naturaleza de esta victoria, si no se viera en ella
el final de una larga lucha en la que intervienen, mediante los poderes humanos
que se oponen a Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos unos de otros, además
de los agentes históricos. En efecto, es el Apocalipsis el que, subrayando el
enigma de los diversos nombres y símbolos de Satanás en la Sagrada Escritura,
revela definitivamente su identidad (27).
Su acción se desarrolla a lo largo de todos los siglos de la historia humana
bajo los ojos de Dios.
No sorprende, por ello, que, en el Evangelio de San
Juan, Jesús hable del diablo y que lo defina «príncipe de este mundo» (28): ciertamente, su acción sobre el hombre
es interior, pero es imposible ver en su figura únicamente una personificación
del pecado y de la tentación. Jesús reconoce que pecar significa ser «esclavo»
(29), pero no por ello identifica con Satanás ni esta esclavitud ni el pecado
en que en ella se manifiesta. El diablo ejerce sobre los pecadores solamente un
influjo moral, en la medida en que cada uno sigue su inspiración (30): ellos, libremente, ejecutan sus «deseos»
(31) y hacen «su obra» (32). Solamente en este sentido y en esta medida Satanás
es su «padre» (33), porque entre él y la conciencia de la persona humana queda
siempre la distancia espiritual que separa la «mentira» diabólica del
consentimiento que a ella se puede dar o negar (34), de la misma manera que
entre Cristo y nosotros existe siempre la distancia entre la «verdad» que él
revela y propone, y la fe con que es acogida.
LA DOCTRINA GENERAL DE LOS PADRES
Por este motivo, los Padres de la Iglesia,
convencidos a través de la Sagrada Escritura de que Satanás y los demonios son
los adversarios de la Redención, no han dejado de recordar a los fieles la
existencia y acción de aquéllos.
Desde el siglo II de nuestra era, Melitón de Sardes
había escrito una obra «Sobre el demonio» (35) y sería difícil citar a un solo
Padre que no haya hablado de este tema. Obviamente, los más diligentes en poner
en claro la acción del diablo fueron aquellos que ilustraron el designio divino
en la historia, especialmente San Ireneo y Tertuliano, quienes afrontaron
sucesivamente el dualismo gnóstico, y Marción, luego lo hizo Victorino de
Pettau y, finalmente, San Agustín. San Ireneo enseñó que el diablo es un «ángel
apóstata» (36); que Cristo, recapitulando en sí mismo la guerra que este
enemigo mueve contra nosotros, tuvo que enfrentarse con él al comienzo de su
ministerio (37). Con mayor amplitud y
vigor San Agustín demostró su actividad en la lucha de las «dos ciudades», que
tiene origen en el cielo, cuando las primeras creaturas de Dios, los ángeles,
se declararon fieles o infieles a su Señor (38); en la sociedad de los
pecadores él vio un «cuerpo» místico del diablo (39), del cual habló también
más tarde, en su obra Moralia in Job, San Gregorio Magno (40).
Evidentemente, la mayoría de los Padres, abandonando
con Orígenes la idea del pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su
orgullo —es decir, en el deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar
su independencia, de hacerse pasar por Dios— el principio de su caída; pero,
junto a este orgullo, muchos subrayaron también su malicia respecto del hombre.
Según San Ireneo, la apostasía del diablo comenzó cuando él tuvo envidia de la
creación del hombre y trató de hacer que se rebelara contra su Creador (41).
Tertuliano juzga que Satanás, para contrastar los planes del Señor, plagió en
los misterios paganos los sacramentos instituidos por Cristo (42). Se ve, pues,
que las enseñanzas patrísticas fueron un eco sustancialmente fiel de la
doctrina, y orientaciones del Nuevo Testamento.
EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA
El Concilio Lateranense IV (1215) y su contenido demonológico
Es
cierto que en veinte siglos de historia el Magisterio dedicó a la demonología
sólo unas pocas declaraciones propiamente dogmáticas. La razón de ello es que
la ocasión se presentó raramente; en concreto, únicamente en dos circunstancias
la más importante de las cuales se coloca a principios del siglo XIII, cuando
se manifiesta un revivir del dualismo maniqueo y priscilianista con la
aparición de los cátaros y albigenses; sin embargo, el enunciado dogmático de
entonces, formulado en un cuadro doctrinal familiar, corresponde muy de cerca a
nuestra sensibilidad, porque entraña una cierta visión del universo y de la
creación del mismo por parte de Dios:
«Firmemente creemos y simplemente confesamos... un
solo principio de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles,
espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud, a la vez desde el
principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la
corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común,
compuesta de espíritu y de cuerpo. Porque el diablo y demás demonios, por Dios,
ciertamente, fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por sí mismos se
hicieron malos. El hombre, empero, pecó por sugestión del diablo» (43).
Lo esencial de esta exposición es sobrio. Sobre el
diablo y los demonios el Concilio se limita a afirmar que, siendo criaturas del
único Dios, ellos no son sustancialmente malos, sino que se convirtieron en
tales siguiendo su libre albedrío. No se precisa ni el número, ni la culpa, ni
la extensión de su poder: estas cuestiones que no tocan al problema teológico, fueron
dejadas a la libre discusión escolástica. Sin embargo, la afirmación del
Concilio, por sucinta que sea, es de importancia capital porque es emanación
del mayor Concilio del siglo XIII, y es puesta en evidencia en la profesión de
fe preparada por el mismo, la cual, viniendo poco después de las profesiones de
fe impuestas a los cátaros y valdenses (44), evocaba las condenas pronunciadas
contra el Priscilianismo de algunos siglos antes (45).
El primer tema del Concilio: Dios, creador de los «seres visibles e
invisibles»
Esta profesión de fe merece, por consiguiente, ser
tenida en atenta consideración. Adopta la estructura común de los Símbolos
dogmáticos y encaja perfectamente en la serie de los mismos, a partir del
Concilio de Nicea. Según el texto citado, puede compendiarse, desde nuestro
punto de vista, en dos temas unidos entre sí e igualmente importantes para la
fe: el enunciado que hace referencia al diablo y en el que deberemos fijarnos
más detenidamente viene después de una declaración sobre Dios creador de todas
las cosas «visibles e invisibles», esto es, de los seres corpóreos y angélicos.
Esta afirmación sobre el Creador y la misma fórmula
que la expresa tienen singular importancia para nuestro tema, ya que ambas
arrancan de la doctrina de San Pablo. En efecto, al ensalzar a Jesucristo, el
Apóstol dice de Él que ejerce su dominio sobre todos los seres «celestes,
terrestres e infernales» (46), tanto «en el mundo actual como en el venidero» (47);
hablando por otra parte de su preexistencia, enseña que «en Él fueron creadas
todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra: las visibles y las
invisibles» (48). Esta doctrina de la creación adquirió bien pronto una gran
importancia para la fe cristiana, debido a que el Gnosticismo y el Marcionismo,
ya antes del Maniqueísmo, trataron largamente de hacerla vacilar. Los primeros
símbolos de la fe especifican ordinariamente que los «seres visibles e
invisibles», todos ellos, «han sido creados por Dios». Esta doctrina afirmada
por el Concilio niceno-constantinopolitano (49), y más tarde por el Concilio de
Toledo (50), se usaba para las profesiones de fe que se leían en las grandes
Iglesias durante la celebración del bautismo (51); entró a formar parte de la
gran plegaria eucarística de Santiago en Jerusalén (52), de San Basilio en Asia
Menor, en Alejandría (53) y en otras Iglesias orientales (54). Entre los Padres
griegos aparece ya en San Ireneo (55) y en la Expositio fidei de San Atanasio (56).
En Occidente, la encontramos en Gregorio de Elvira (57), en San Agustín (58),
en San Fulgencio (59), etcétera.
Cuando los cátaros en Occidente, igual que los
bogomilos en Europa oriental, restauraron el dualismo maniqueo, la profesión de
fe del Concilio IV de Letrán no podía hacer cosa mejor que recoger esta
declaración y su fórmula, las cuales adquirieron desde entonces importancia
definitiva. Se repitieron muy pronto en las profesiones de fe del Concilio II
de Lyon (60), de Florencia (61) y de Trento (62), para reaparecer por último en
la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I (63) en los mismos términos
del Concilio IV de Letrán, del año 1215. Se trata, por consiguiente, de una
afirmación primordial y constante de la fe, subrayada providencialmente por el
Concilio IV de Letrán para enlazar con ella el enunciado relativo a Satanás y a
los demonios. Indicó así que el caso de éstos, ya importante de por sí, se
insertaría en el contexto más amplio de la doctrina sobre la creación universal
y de la fe en los seres angélicos.
Segundo tema del Concilio: el diablo
1. El texto
Por lo que se refiere a este enunciado demonológico,
está muy lejos de presentarse como algo nuevo añadido circunstancialmente, a
manera de consecuencia doctrinal o de una deducción teológica; al contrario,
aparece como un punto firme, adquirido desde hace mucho tiempo. Lo está
indicando la misma formulación del texto. En efecto, después de haber afirmado
la creación universal, el documento no pasa a los diablos y a los demonios como
a una conclusión lógicamente deducida: no escribe «Consiguientemente Satanás y
los demonios han sido creados naturalmente buenos»..., tal como hubiese sido
necesario si la declaración fuese nueva y deducida de la anterior; al
contrario, presenta el caso de Satanás como una prueba de la afirmación
anterior, como un argumento contra el dualismo. Escribe, en efecto: «Porque
Satanás y los demonios fueron creados naturalmente buenos...». En resumen, el
enunciado que a ellos se refiere se presenta como una afirmación
incontrovertible de la conciencia cristiana: es este un punto importante del
documento y no podía menos de serlo si se tiene en cuenta las circunstancias
históricas.
2. La preparación: las formulaciones positivas y negativas (siglos IV-V)
De hecho, ya en el siglo IV la Iglesia había tomado
posición contra la tesis maniquea de dos principios igualmente eternos y
opuestos (64); tanto en Oriente como en Occidente, enseñaba firmemente que
Satanás y los demonios han sido creados y hechos naturalmente buenos. «Debes
creer, decía San Gregorio Nacianceno al neófito, que no existe una esencia del
mal, ni un reino (del mal), sin principio o subsistente por sí mismo o creado
por Dios» (65).
El diablo era considerado creatura de Dios, buena y
luminosa en un principio, que por desgracia no se mantuvo en la verdad, en que
había sido hecho (Jn 8, 44), sino que se había revelado contra el Señor (66).
El mal, por consiguiente, no estaba en su naturaleza, sino en un acto libre y
contingente de su voluntad (67). Afirmaciones de este tipo —que se pueden leer
equivalentemente en San Basilio (68), San Gregorio Nacianceno (69), San Juan
Crisóstomo (70), Dídimo de Alejandría (71)en Oriente; y en Tertuliano (72),
Eusebio de Vercelli (73), San Ambrosio (74), San Agustín (75), en Occidente—
podían asumir eventualmente una firme formulación dogmática. Se encuentran
incluso bajo forma de condenación doctrinal o también de profesión de fe.
El De Trinitate, atribuido a Eusebio de Vercelli, lo
expresaba firmemente en términos de anatemas sucesivos:
«Si alguien
cree que el ángel apóstata, en la naturaleza en que ha sido hecho, no es obra
de Dios, sino que existe por sí mismo, llegando incluso a atribuirle el tener
en sí mismo el propio principio, sea anatema.
Si alguno
cree que el ángel apóstata ha sido hecho por Dios con una naturaleza mala y no
dice que él ha concebido el mal, por su propia voluntad, sea anatema.
Si alguno
cree que el ángel de Satanás ha hecho el mundo —¡lejos de nosotros tal
creencia!— y no declara que todo pecado es invención suya, sea anatema» (76).
Tal redacción en forma de anatema no era entonces un
caso único: se encuentra ya en el Commonitorium, atribuido a San Agustín y
escrito con vistas a la abjuración de los Maniqueos. Esta instrucción
consideraba como anatema a «aquel que cree que existen dos naturalezas, que
tienen origen en dos principios diversos, la una buena que es Dios, la otra
mala, no creada por Él» (77).
Esta enseñanza se expresaba mejor, no obstante, bajo
la fórmula directa y positiva de una afirmación que hay que creer. San Agustín,
al comienzo de su De Genesi ad litteram, decía así:
«La doctrina católica obliga a creer que la Trinidad
es un solo Dios que ha hecho y creado todos los seres existentes en cuanto
existentes, de manera que toda creatura, ya sea intelectual, ya sea corpórea,
o, para decirlo brevemente, según los términos de las divinas Escrituras,
visible o invisible, no pertenece a la naturaleza divina, sino que ha sido
hecha de la nada por Dios» (78).
En España, el primer Concilio de Toledo profesaba
igualmente que Dios es creador de «todos (los seres) visibles e invisibles» y
que fuera de él «no existe naturaleza divina, ángel, espíritu o potencia alguna
que pueda ser considerada por Dios» (79).
Así, ya desde el siglo IV, la expresión de la fe
cristiana —enseñada y vivida— presentaba en este punto las dos formulaciones
dogmáticas, positiva y negativa, que volveremos a encontrar ocho siglos más
tarde en tiempos de Inocencio III y del IV Concilio de Letrán.
San León Magno
Entretanto, estas expresiones dogmáticas no cayeron
en desuso. En efecto, en el siglo V la Carta del Papa San León Magno a Toribio,
obispo de Astorga, cuya autenticidad no deja lugar a dudas, habla en el mismo
tono y con la misma claridad. Entre los errores priscilianistas condenados por
él se encuentran, en efecto, los siguientes:
«La anotación sexta (80) señala su pretensión de que
el diablo no ha sido nunca bueno y que su naturaleza no es obra de Dios, sino
que ha salido del caos y de las tinieblas: porque de hecho no tiene un autor
para su ser, sino que él mismo es principio y sustancia de todo mal, mientras
que la verdadera fe, la fe católica, profesa que la sustancia de todas las
creaturas, tanto espirituales como corpóreas, es buena y que el mal no es una
naturaleza, desde el momento en que Dios, creador del universo, ha hecho solamente
lo que es bueno. Por esto mismo el diablo sería bueno si hubiese permanecido en
el estado en que había sido hecho. Por desgracia, como hizo mal uso de su
natural excelencia y no se mantuvo en la verdad (Jn 8, 44), no se ha
transformado (sin duda) en una sustancia contraria, sino que se ha separado del
sumo bien, al que se tendría que haber adherido...» (81).
Esta afirmación doctrinal (comenzando por las
palabras «la verdadera fe, la fe católica profesa...» hasta el final) fue
considerada tan importante como para ser recogida en los mismos términos, entre
las adiciones hechas en el siglo IV al «Libro de los dogmas eclesiásticos»,
atribuido a Gennadio de Marsella (82). En fin, la misma doctrina será
sostenida, con tono magisterial, en la «Regla de fe a Pedro», obra de San
Fulgencio, donde se encontrará afirmada la necesidad de «mantener
principalmente», de «mantener firmemente» que todo lo que no es Dios es
creatura de Dios, y éste es el caso de todos los «seres visibles e invisibles»:
«Que una parte de los ángeles se han desviado y alejado voluntariamente de su
Creador» y «que el mal no es una naturaleza» (83). No es extraño, pues, que, en
tal contexto histórico, los «Statuta Ecclesiae antiqua» —una colección canónica
del siglo V— hayan introducido en el interrogatorio destinado a examinar la fe
de los candidatos al episcopado, la siguiente pregunta: «Si el diablo es malo
por condición o si se ha hecho tal por libre arbitrio» (84), fórmula que
volverá a encontrarse en las profesiones de fe impuestas por Inocencio VIII a
los Valdenses (85).
El primer Concilio de Braga (siglo VI)
La doctrina era, pues, común y firme. Los numerosos
documentos que la expresan, de los que hemos citado los principales,
constituyen el fondo doctrinal dentro del cual sobresale el primer Concilio de
Braga, a mediados del siglo VI. En esta perspectiva, el capítulo 7 de este
Sínodo no aparece como un texto aislado, sino como una síntesis de las
enseñanzas de los siglos IV y V en esta materia y especialmente de la doctrina
del Papa San León Magno:
«Si alguno pretende que el diablo no ha sido antes un
ángel (bueno) hecho por Dios y que su naturaleza ha sido obra de Dios, sino que
ha salido del caos y de las tinieblas y que no existe un autor de su ser sino
que él mismo es el principio y la sustancia del mal, como dicen Mani y
Prisciliano, sea anatema» (86).
3. El advenimiento de los cátaros
(siglos XII y XIII)
Forman parte también de la fe explícita de la
Iglesia, desde hace mucho tiempo, la condición de creatura y el acto libre con
que el diablo se ha pervertido. En el Concilio IV de Letrán bastó introducir
estas afirmaciones en el Símbolo sin necesidad de documentarlas, porque se
trataba de creencias claramente profesadas. Tal inserción, que desde el punto
de vista dogmático era posible ya anteriormente, en aquel entonces se había
hecho necesaria, debido a que la herejía de los cátaros había adoptado algunos
de los antiguos errores maniqueos. Entre los siglos XII y XIII muchas
profesiones de fe tuvieron que insistir rápidamente en que Dios es creador de
los seres «visibles e invisibles», que es autor de los dos Testamentos, y
especificar que el diablo no era malo por naturaleza, sino como consecuencia de
una elección (87). Las antiguas posiciones dualísticas, encuadradas en vastos
movimientos doctrinales y espirituales, constituían entonces, en la Francia
meridional y en la Italia septentrional, un daño real para la fe. En Francia,
Ermengaudo de Béziers había tenido que escribir un tratado contra los herejes
«que dicen y creen que el mundo presente y todos los seres visibles no han sido
creados por Dios, sino por el diablo» y que existía un Dios bueno y omnipotente
y un dios malo, esto es, el diablo (88). En Italia septentrional un cátaro
convertido, Bonacursus, había dado también la alarma y había indicado con
precisión las diversas escuelas de la secta (89). Poco después de su
intervención, la Summa contra haereticos, atribuida por largo tiempo a
Prepositino de Cremona, anota de manera más clara el impacto de la herejía
dualista sobre la enseñanza de aquella época, cuando comienza así el tratado
sobre los cataros:
«Dios omnipotente ha creado solamente los (seres)
invisibles e incorpóreos. Por lo que refiere al diablo, a quien este herético
llama dios de las tinieblas, él ha creado los (seres) visibles y corpóreos.
Después de decir esto el herético añade que existen dos principios de las
cosas: el principio del bien, es decir, Dios omnipotente, y el principio del
mal, es decir, el diablo; añade también que existen dos naturalezas: una buena,
de los (seres) incorpóreos, creada por Dios omnipotente; otra mala, la de los
(seres) corpóreos, creada por el diablo. El hereje que así se expresa se
llamaba antiguamente Maniqueo, hoy Cátaro» (90).
No obstante su brevedad, este resumen es
significativo por su densidad. Hoy podemos completarlo haciendo referencia al
«Libro de los dos principios», escrito por un teólogo cátaro poco después del
Concilio IV de Letrán (91). Adentrándose en los particulares de la
argumentación y basándose en la Sagrada Escritura, esta pequeña suma de los
militantes de la secta pretendía impugnar la doctrina del único Creador y
fundamentar sobre textos bíblicos la existencia de los dos principios opuestos
(92). Junto al Dios bueno —decía— «debemos reconocer necesariamente la existencia
de otro principio, el del mal, que actúa perniciosamente contra el verdadero
Dios y contra la creatura» (93).
Valor de la decisión del Concilio de Letrán
A principios del siglo XIII estas declaraciones,
lejos de ser solamente teorías de intelectuales expertos, correspondían a un
conjunto de creencias erróneas, vividas y difundidas por una multitud de
conventículos ramificados, organizados y activos. La Iglesia tenía la
obligación de intervenir, repitiendo enérgicamente las afirmaciones doctrinales
de los siglos anteriores. Lo hizo el Papa Inocencio III introduciendo los dos
enunciados dogmáticos, indicados anteriormente, en la confesión de fe del IV
Concilio Ecuménico de Letrán. Fue leída oficialmente a los obispos y aprobada
por ellos: preguntados en alta voz: ¿creéis estas (verdades) punto por punto?,
ellos respondieron con una aclamación unánime: «Las creemos» (94). En su
conjunto, el documento conciliar es un documento de fe y, dada su naturaleza y
su formación, que son las de un Símbolo, cada punto principal tiene igualmente
valor dogmático.
Se caería en un manifiesto error si se pretendiese
que cada párrafo de un Símbolo de fe deba contener una sola afirmación
dogmática: esto significaría aplicar a su interpretación una hermenéutica
válida, por ejemplo, en el caso de un decreto del Concilio de Trento, donde
cada capítulo enseña generalmente un solo tema dogmático: necesidad de
prepararse a la justificación (95), verdad de la presencia real de Cristo en la
Eucaristía (96), etc. El primer párrafo del Lateranense IV, en cambio, condensa
en un número de líneas igual a las del capítulo del Tridentino sobre el «don de
la perseverancia» (97), una cantidad de afirmaciones de fe, en gran parte ya
definidas, sobre la unidad de Dios, la Trinidad y la igualdad de las Personas,
la simplicidad de su naturaleza, las «procesiones» del Hijo y del Espíritu
Santo. Lo mismo ocurre con la creación, especialmente en los dos pasajes que se
refieren al conjunto de los seres espirituales y corpóreos creados por Dios y
con la creación del diablo y su pecado. Se trataba, como hemos visto, de otros
tantos puntos que a partir de los siglos IV-V pertenecían a la enseñanza de la
Iglesia; introduciéndolos en el propio Símbolo, el Concilio no hizo otra cosa
que consagrar su pertenencia a la norma universal de la fe.
También la existencia de la realidad demoníaca y la
afirmación de su poder tienen su fundamento no sólo sobre estos documentos más
específicos; no obstante, adquieren otra expresión, más general y menos rígida,
en los enunciados conciliares, cuando describen la condición del hombre sin
Cristo.
La enseñanza común de las Papas y de los Concilios
A
mediados del siglo V, en vísperas del Concilio de Calcedonia, el «Tomo» del
Papa San León Magno a Flaviano precisó uno de los fines de la economía de la
salvación, evocando la victoria sobre la muerte y sobre el diablo, que, según
la Carta a los Hebreos, la tenía bajo su dominio (98). Más tarde, cuando el
Concilio de Florencia habló de la Redención la presentó bíblicamente como una
liberación del dominio del diablo (99). El Concilio de Trento, resumiendo la
doctrina de San Pablo, declara que el hombre pecador «está bajo el poder del
diablo y de la muerte» (100); salvándonos, «Dios nos ha liberado del poder de
las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, en el cual tenemos
la redención, la remisión de los pecados» (101). Cometer pecado después del
bautismo es «abandonarse al poder del demonio» (102) . Esta es, en efecto, la
fe primitiva y universal de la Iglesia, atestiguada desde los primeros siglos
en la liturgia de la iniciación cristiana, cuando los catecúmenos, se disponían
ya para ser bautizados, renunciaban a Satanás, profesaban su fe en la Santísima
Trinidad y se adherían a Cristo, su Salvador. (103)
Por eso mismo, el Concilio Vaticano II, que se ha
interesado más por el presente de la Iglesia que de la doctrina de la creación,
no ha dejado de poner en guardia contra la actividad de Satanás y de los
demonios. Como ya habían hecho los Concilios de Florencia y de Trento, ha
recordado nuevamente con el Apóstol que Cristo nos «libera del poder de las
tinieblas» (104); y, resumiendo la Sagrada Escritura, a la manera de San Pablo
y del Apocalipsis, la Constitución Gaudium et Spes ha dicho que nuestra
historia, la historia universal, «es una dura batalla contra el poder de las
tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor,
hasta el día final» (105). En otra parte, el Vaticano II renueva la exhortación
de la Carta a los Efesios a «vestir la armadura de Dios para poder resistir a
las insidias del diablo» (106). Porque, como la misma Constitución Lumen
Gentium recuerda a los seglares, «debemos luchar contra los dominadores de este
mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (107). Finalmente, no causa
ninguna sorpresa comprobar que el mismo Concilio, queriendo presentar la
Iglesia como el reino de Dios ya comenzado, invoca los milagros de Jesús que, a
este respecto, apela precisamente a sus exorcismos (108). Efectivamente, en
esta ocasión fue pronunciada por Jesús la famosa declaración: «Sin duda que el
reino de Dios ha llegado a vosotros» (109).
El argumento litúrgico
En cuanto a la liturgia, que ya hemos evocado de
paso, aporta un testimonio particular, porque es la expresión concreta de la fe
vivida, pero no debemos exigirle que responda a nuestra curiosidad sobre la
naturaleza de los demonios, sus categorías y sus nombres.
La liturgia se contenta con insistir, de acuerdo con
su función, en la existencia de los demonios y en la amenaza que constituyen
para los cristianos; basándose en las enseñanzas del Nuevo Testamento, la
liturgia se hace directamente eco de ello, recordando que la vida de los
bautizados es un combate emprendido, con la gracia de Cristo y la fuerza de su
Espíritu, contra el mundo, la carne y los seres demoníacos (110).
El significado de los nuevos rituales.
No obstante, hoy día este argumento litúrgico debe
ser utilizado con mucha cautela. Por una parte, los rituales y los
sacramentarios Orientales, habiendo conocido a lo largo de los siglos menos
supresiones que integraciones, tienen peligro de desviarnos, sus demonologías
son exuberantes; por otra parte, los documentos litúrgicos latinos, refundidos
muchas veces a lo largo de la historia, invitan, precisamente a causa de estos
cambios, a conclusiones igualmente prudentes.
Nuestro antiguo ritual de la penitencia pública
expresaba con fuerza la acción del demonio sobre los pecadores:
desgraciadamente, estos textos, que han sobrevivido hasta nuestros días en el
Pontifical Romano (111), hace mucho tiempo que ya no se usan. Antes de 1972 se
podían citar también las oraciones de la recomendación del alma, que recordaban
el horror del infierno y los últimos asaltos del demonio (112) ; pero estos
textos significativos han desaparecido. Sobre todo, en nuestros días, el
característico ministerio del exorcista, sin haber sido abolido radicalmente,
está reducido a un servicio eventual, y de hecho solamente subsistirá si lo
necesitan los obispos (113), sin que se haya previsto ningún rito para conferirlo.
Una decisión de este género no significa, evidentemente, que el sacerdote no
tenga ya el poder de exorcizar, ni que ya no deba ejercitarlo; pero esto obliga
a constatar que la Iglesia, al no hacer de este ministerio una función
específica, no reconoce ya a los exorcismos la importancia que tenían en los
primeros siglos. Sin duda alguna, esta evolución merece tenerse en cuenta.
Sin embargo, no debemos sacar la conclusión de que ha
habido un retroceso o una revisión de la fe en el campo litúrgico. El Misal
Romano de 1970 sigue reflejando la convicción existente en la Iglesia a
propósito de las intervenciones demoníacas. Hoy, como antes, la liturgia del
primer domingo de Cuaresma recuerda a los fieles cómo Jesucristo nuestro Señor
venció al demonio: los tres relatos sinópticos de su tentación están reservados
a los tres ciclos A, B, C, de las lecturas cuaresmales. El protoevangelio, con
su anuncio de la victoria de la descendencia de la mujer sobre la de la
serpiente (Gen 3, 15) se lee en el X domingo del año B y en el sábado de la V
semana. La fiesta de la Asunción y el común de la Virgen presentan la lectura
de Apocalipsis, 12, 1-6, es decir, la amenaza del Dragón contra la Mujer que da
a luz (Mc 3, 20-35), que describe la discusión de Jesús con los Fariseos sobre
Belcebú, forma parte de la lecturas del X domingo del año B, ya mencionado. La
parábola del grano y de la cizaña (Mt 13, 23-43) aparece en el XVI domingo del
año A, y su explicación (Mt 13, 36-43) se lee el martes de la semana XIII. El
anuncio de la derrota del príncipe de este mundo (Jn 12, 20-23) se lee el V
domingo de Cuaresma del año B y (Jn 14, 30) se lee durante la semana. Entre los
textos de los Apóstoles (Ef 2, 1-10) está asignado al lunes de la semana XXIX
(Ef 6, 10-20) al común de los santos y santas y al jueves de la semana XIII (Jn
3, 7-10) se lee el 4 de enero, y la fiesta de San Marcos propone la primera
lectura de San Pedro, que presenta al diablo rondando en torno a su presa para
devorarla. Estas citas, que para ser completas deberían multiplicarse,
demuestran que los textos bíblicos más importantes sobre el diablo siguen
formando parte de la lectura oficial de la Iglesia.
Es verdad que el ritual de la iniciación cristiana de
los adultos ha sido modificado en este punto y que ya no interpela al diablo
con apostrofes imperativos; pero en el mismo sentido se dirige a Dios bajo
forma de plegaria (114). El tono es menos espectacular, pero no menos expresivo
y eficaz. Es, pues, falso pretender que los exorcismos han sido eliminados del nuevo
ritual del bautismo. El error es tan claro que el nuevo ritual del catecumenado
ha instituido, antes de los exorcismos llamados «mayores», exorcismos
«menores», distribuidos a lo largo de todo el catecumenado y desconocidos en el
pasado (115)
Los exorcismos, pues, permanecen. Hoy, como ayer,
piden la victoria sobre «Satanás», «el diablo», «el príncipe de este mundo» y
«el poder de las tinieblas»; y los tres «escrutinios» habituales, en los que,
como antes, tienen lugar los exorcismos, poseen la misma finalidad negativa y
positiva de siempre: «Liberar del pecado y del diablo» y, al mismo tiempo,
«fortalecer en Cristo» (116). La celebración del bautismo de los niños conserva
también, en definitiva, un exorcismo (117); lo cual no quiere decir que la
Iglesia considere a estos niños como otros tantos poseídos del demonio, sino
que cree que también ellos necesitan todos los efectos de la Redención de
Cristo. En efecto, antes del bautismo, todo hombre, niño o adulto, lleva el
signo del pecado y de la acción de Satanás.
En cuánto a la liturgia de la Penitencia privada,
ésta habla hoy del diablo menos que antes; pero las celebraciones penitenciales
comunitarias han restaurado una antigua oración, que recuerda la influencia de
Satanás sobre los pecadores (118). En el ritual de los enfermos —como ya hemos
notado— la oración de la recomendación del alma no subraya la presencia de
Satanás; pero en el curso del rito de la unción el celebrante reza para que el
enfermo «sea liberado del pecado y de toda tentación» (119). El santo óleo es
considerado como una «protección» del cuerpo, del alma y del espíritu (120), y
la oración Commendote, sin mencionar el infierno y el demonio, evoca, sin
embargo, indirectamente su existencia y su acción al pedir a Cristo que salve
al moribundo y lo cuente entre el número de «sus» ovejas y de «sus» elegidos:
evidentemente, este lenguaje quiere evitar un trauma al enfermo y a su familia,
pero no olvida la fe en el misterio del mal.
Conclusión
En una palabra, la actitud de la Iglesia en todo lo
referente a la demonología es clara y firme. Es verdad que a lo largo de los
siglos la existencia de Satanás y de los demonios nunca ha sido hecha objeto de
una afirmación explícita de su magisterio. La razón está en que la cuestión no
se planteó jamás en estos términos: tanto los herejes como los fieles,
fundándose en la Sagrada Escritura, estaban de acuerdo en reconocer su
existencia y sus principales perversidades. Por eso hoy, cuando se pone en duda
la realidad demoníaca, es necesario hacer referencia —como hemos recordado hace
poco— a la fe constante y universal de la Iglesia y a su fuente más grande: la
enseñanza de Cristo. En efecto, la existencia del mundo demoniaco se revela
como un dato dogmático en la doctrina del Evangelio y en el corazón de la fe
vivida. El malestar contemporáneo que hemos denunciado al principio no pone,
pues, en discusión un elemento secundario del pensamiento cristiano, sino que
compromete la fe constante de la Iglesia, su modo de concebir la Redención y,
en el punto de partida, la conciencia misma de Jesús. Por eso Su Santidad Pablo
VI, hablando recientemente de esta terrible realidad misteriosa y tremenda del
Mal, podía afirmar con autoridad: «Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y
eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de
ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra
creatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudo-realidad, una
personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras
desgracias» (121). Ni los exegetas ni los teólogos deberían olvidar esta
advertencia.
Por eso repetimos que, al subrayar también hoy la
existencia de la realidad demoníaca, la Iglesia no se propone ni retroceder a
las especulaciones dualistas y maniqueas de otros tiempos, ni proponer un
sustituto aceptable para la razón. Sólo quiere seguir siendo fiel al Evangelio
y a sus exigencia. Está claro que jamás ha permitido al hombre descargarse de
su responsabilidad atribuyendo las propias culpas a los demonios. La Iglesia no
dudaba en lanzarse contra una escapatoria semejante cuando se manifestaba,
diciendo con San Juan Crisóstomo: «No es el diablo, sino la incuria propia de
los hombres la que causa todas sus caídas y todos los males de los que se lamentan»
(122).
A este respecto, las enseñanzas cristianas, con su
valentía en defender la libertad y la grandeza del hombre y en hacer resaltar
plenamente la omnipotencia y la bondad del Creador, no muestran desmayo. Esas
enseñanzas han condenado en el pasado y condenarán siempre la excesiva
facilidad en aducir como pretexto una incitación demoníaca; ha proscrito tanto
la superstición como la magia; ha rechazado toda capitulación doctrinal frente
al fatalismo y toda renuncia a la libertad frente al esfuerzo. Es más, cuando
se habla de una posible intervención diabólica, la Iglesia deja siempre
espacio, igual que con el milagro, a la exigencia crítica. En dicha materia
exige reserva y prudencia. En efecto, es fácil caer víctimas de la imaginación,
dejarse desviar por narraciones inexactas, torpemente transmitidas o
abusivamente interpretadas. En estos, como en otros casos, es necesario
ejercitar el discernimiento y dejar espacio a la investigación ya sus
resultados.
No obstante esto, la Iglesia, fiel al ejemplo de
Cristo, cree que la exhortación del apóstol San Pedro a la «sobriedad» y a la
vigilancia es siempre actual (123). Ciertamente, en nuestros días conviene
defenderse de una nueva «embriaguez». Pero el saber y la potencia técnica
también pueden embriagar. Hoy día el hombre se siente orgulloso de sus
descubrimientos, y, muchas veces, justamente. Pero en nuestro caso, ¿está
seguro de que sus análisis han esclarecido todos los fenómenos característicos
y reveladores de la presencia del demonio? ¿No queda ya nada problemático en
este punto? El análisis hermenéutico y el estudio de los Padres, ¿habrían
allanado la dificultades de todos los textos? Nada hay menos seguro.
Ciertamente, en otros tiempos hubo cierta ingenuidad al temer encontrar algún
demonio en cada encrucijada de nuestros pensamientos. Pero, ¿no sería
igualmente ingenuo hoy pretender que nuestros métodos digan pronto la última
palabra sobre la profundidad de las conciencias, donde se interfieren las
relaciones misteriosas del alma y del cuerpo, de lo sobrenatural, de lo
preternatural y de lo humano, de la razón y de la revelación? Porque estas
cuestiones se han considerado siempre vastas y complejas. En cuanto a nuestros
métodos modernos, éstos, como los de los antiguos, tienen límites que no pueden
traspasar. La modestia, que es también una cualidad de la inteligencia, debe
conservar sus fueros y mantenerse en la verdad. Porque esta virtud —aun
teniendo en cuenta el futuro— permite desde ahora al cristianismo dejar sitio a
la aportación de la revelación, o más brevemente, a la fe.
A esta fe, en realidad, nos conduce de nuevo el
apóstol San Pedro cuando nos invita a resistir, «fuertes en la fe», al demonio.
La fe nos enseña, en efecto, que la realidad del mal «es un ser vivo,
espiritual, pervertido y pervertidor» (124), y sabe también darnos confianza,
haciéndonos saber que el poder de Satanás no puede traspasar los límites que
Dios le ha marcado; nos asegura igualmente que, aunque el diablo es capaz de
tentarnos, no puede arrancarnos nuestro consentimiento. Sobre todo, la fe abre
el corazón a la plegaria, en, la cual encuentra su victoria y su coronación,
haciéndonos triunfar sobre el mal gracias al poder de Dios.
Es cierto que la realidad demoníaca, testificada
concretamente por aquello que llamamos el misterio del Mal, permanece todavía
hoy como un enigma que envuelve la vida cristiana. Nosotros no sabemos mucho
mejor que los apóstoles por qué el Señor lo permite, ni cómo lo usa para sus
designios; pero podría suceder que, en nuestra sociedad, prendada por el
horizontalismo secular las explosiones inesperadas de este misterio ofrezcan un
sentido menos refractario a la comprensión. Estas obligan al hombre a mirar más
lejos, más alto, más allá de las evidencias inmediatas; a través de las
amenazas y de la prepotencia del mal, que impiden nuestro caminar, nos permiten
discernir la existencia de un más allá que hay que descifrar, y volvernos hacia
Cristo para escuchar de Él la Buena Nueva de la salvación ofrecida como gracia.
Roma, 26 de junio de 1976
Notas
(*) Ecclesia II (1975) 1057 (13) – 1065 (21);
Sectas satánicas y fe cristiana, Ediciones Palabra, Madrid (cfr L’Osservatore
Romano, Edizione quotidiana, 26.06.1975, pp. 6-7; L’Osservatore Romano, Édition
hebdomadaire en langue française, 4.07.1975).
(1) La actitud firme de la Iglesia frente a la
superstición tiene ya una explicación en la severidad de la ley de Moisés,
aunque ésta no estaba motivada formalmente por la conexión de la superstición
con los demonios. Así, Ex 22, 17, condenaba a muerte, sin más explicación a
quién practicaba la magia; Lev 19, 26 y 31, prohibía la magia, la astrología,
la nigromancia y la adivinación; Lev 20, 27, añadía la invocación de los
espíritus. Dt 8, 10, condenaba a la vez a los adivinos, astrólogos, magos,
hechiceros, encantadores, invocadores de fantasmas y de espíritus y a quienes
consultaban a los muertos. En Europa, durante la alta Edad Media, quedaban
todavía muchas supersticiones paganas, como se deduce de los discursos de S.
Cesáreo de Arles y de S. Eloy, del «De correctione rusticorum», de Martín de
Braga, de los elencos contemporáneos de supersticiones (cfr. «P. L.», 89,
810-818) y de los libros penitenciales. El I Concilio de Toledo (Denz-Sch.,
205), y después el de Braga (Denz-Sch., 459) condenaron la astrología, como
hizo también el Papa San León Magno en la carta a Toribio de Astorga
(Denz-Sch., 483). La Regla IX del Concilio de Trento prohíbe la quiromancia,
nigromancia, etc. (Denz-Sch., 1859). La magia y la hechicería provocaron por sí
solas bastantes Bulas Pontificias (de Inocencio VIII, León X, Adriano VI,
Gregorio XV, Urbano VIII) y muchas decisiones de Sínodos regionales. Sobre el
magnetismo y el espiritismo tratará, sobre todo, la carta del Santo Oficio del
4 de agosto de 1856 (Denz-Sch., 283-285).
(2) «De diabolo tentatore, Homil.» II, 1; «P.
G.», 49, 257-258.
(3) Hch 23, 8. En el contexto de las creencias
judías en los ángeles y en los espíritus malignos, nada obliga a recortar el
término «espíritu», sin especificación, a la significación exclusiva de los
espíritus de loe muertos; éste se aplica también a los espíritus del mal, esto
es, a los demonios: esta es la opinión de dos autores hebreos (G. F. Moore,
«Judaism in the First Centuries of the Christian Era», vol. I, 1927, p. 68 ; M.
Simón, «Les sectes juives au temps de Jésus», París, 1960, p, 25) y de un
protestante (R. Meyer, «T. W. N. T.», VII, página 54).
(4) Cuando Jesús declara: «No penséis que he
venido a abrogar la ley y los profetas; no he venido a abrogarla, sino a
consumarla» (Mt 5, 17), expresaba claramente su respeto por el pasado; y los
versículos siguientes (19-20) confirman esta impresión; pero su condena del
divorcio (Mt 5, 31), de la ley del talión (Mt 5, 38), etc., subrayan su total
independencia más que el deseo de asumir el pasado y completarlo. Lo mismo, con
mayor razón, se debe decir de su condena al exagerado apego de los fariseos a
la tradición de los antiguos (Mt 7, 1-22).
(5) Mt 8, 28-34; 12, 22-45. Aun admitiendo
variaciones en el significado atribuido por cada uno de los Sinópticos a los
exorcismos, debe reconocerse su amplia convergencia.
(6) Mc 1, 12-13.
(7) Mt 5, 37; 6, 13; cfr. Jean Carmignac,
Recherches sur le «Notre Pére», Paris, 1969, paginas 305-319. Por lo demás,
ésta es la interpretación de los Padres griegos y de muchos occidentales
(Tertuliano, S. Ambrosio, Casiano); pero S. Agustín y el «Libera nos» de la
misa latina orientaron hacia una interpretación impersonal.
(8) E. Renaudot, «Liturgiarum orientalium
collectio», 2 vols., «ad locum Missae»; H. Denzinger, «Ritus Orientalium»,
1961, 2 t. II, página 436. Esta parece ser también la interpretación seguida
por Pablo VI en el discurso de la audiencia general del 15 de noviembre de
1972, porque se habla del mal como principio viviente y personal (L’Osservatore
Romano, 16 de noviembre de 1972).
(9) Mt 13, 19.
(10) Mt 13, 39.
(11) Mt 16,19, así entendido por P. Joun, M.
Lagrange, A. Médebielle, D. Buzy, M. Meinertz, W. Trillinng, J. Jéremias, etc.
No se entiende, pues, por qué hoy día alguien descuida Mt 16, 19, para
detenerse en 16, 23.
(12) Lc 22, 31.
(13) Jn 14, 30.
(14) Lc 22, 53; cfr. Lc 22, 3; sugiere, como
se ha reconocido, que el evangelista entiende de manera impersonal este «poder
de las tinieblas».
(15) Jn 16, 11.
(16) Ef 2, 1-2; 2Tes 2, 11; 2Co
4, 4.
(17) Gal 5, 17; Rm 7, 23-24.
(18) Ef 6, 11-16.
(19) Ef 4, 27; 1Co 7, 5.
(20) Rm 16, 20.
(21) 2Co 4, 4.
(22) 2Tes 2 7.
(23) 2Co 4, 4, evocado por Pablo VI en la
alocución arriba citada.
(24) 1Co 10, 19-20; Rm 1, 21-22. Esta es,
efectivamente, la interpretación seguida por la Lumen Gentium, n. 16: «Pero con
mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus
fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la creatura más
bien que al Creador».
(25) 2Co 11, 3.
(26) 2Tes 2, 3-4, 9-11.
(27)) Ap 12, 9.
(28) Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.
(29) Jn 8, 34.
(30) Jn 8, 38, 44.
(31) Jn 8, 44.
(32) Jn 8, 41.
(33) Ib.
(34) Jn 8, 38, 44.
(35) J. Quasten, «Initiation
aux Pères de l’Églice», I, Paris, 1955, p. 279 («Patrology», volumen I, p.
246).
(36) «Adv. Haer.», V, XXIV, 3;
«P. G.», 7, 1188 A.
(37) Ib., XXI, 2; «P. G.», 7, 1179 C, 1180 A.
(38) «De Civitate Dei», Lib. XI, IX; «P. L.»,
41 323-325.
(39) «De Genesi ad litteram», lib, XI, XXIV,
31; «P. L.», 34, 441-442.
(40) «P. L.», 76, 694; 705, 722.
(41) S. Ireneo, «Adv. Haer.», IV, XI, 3; «P.
G.», 7, 13 C.
(42) «De praescriptionibus», cap. XI; «P. L.»,
2, 54; «De ieiuniis», cap. XVI; ibid., 977.
(43) «Firmiter credimur et simpliciter
confitemur... unum universorum principium, creator omnium invisibilium et
visibilium, spiritualium et corporalium, qui sua omnipotenti virtute simul ab
initio temporis, utramque de nihilo condidit creaturam, spiritualem et
corporalem, angelicam, videlicet et mundanam, ac deinde humanam quasi communem
ex spiritu et corpore constitutam. Diabolus enim et daemones alii a Deo quidem
natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali. Homo vero diaboli
suggestione peccavit...» («C. Oe. D. = Conciliorum Oecumenicorum Decreta»,
editorial I. S. R. Bologna, 1973, 3, p. 230; Denz-Sch., «Enchiridion
symbolorum», n. 800).
(44) La primera, en orden cronológico, es la
profesión de fe del Sínodo de Lyon (aa. 1179-1181), pronunciada por Valdés
(edic. A. Dondaine, «Arch. Fr. Pr.», 16 (1946), después la impuesta a Durando
de Huesca ante el obispo de Tarragona en 1208 («P. L.», 215, 1510-1513) y
finalmente, la de Bernardo Primo en 1210 («P. L.», 216, 289-292). Denz-Sch.,
790-797 colecciona estos documentos.
(45) En el Concilio de Braga (560-563), en
Portugal (Denz-Sch., 451-464).
(46) Flp 2, 10.
(47) Ef 1, 21.
(48) Col 1, 16.
(49) «C. Oe. D.», pp. 5 y 24;
Denz-Sch., 125-150.
(50) Denz-Sch., 188.
(51) En Jerusalén (Denz-Sch.,
41), en Chipre (referido por Epifanio de Salamina: Denz-Sch., 44), en
Alejandría (Denz-Sch., 46), en Antioquía (Ib., 50), en Armenia (Ib., 48), etc.
(52) «P. E.» («Prex Eucharistica», ed. Hänggl-Pahl, Fribourg, 1968),
p. 244.
(53) «P. E.», pp. 232 y 348.
(54) «P. E.», pp. 327, 332 y
382.
(55) «Adv. Haer.», II, XXX, 6;
«P. G.», 7, 888 B.
(56) «P. G.», 25, 199-200.
(57) «De fide orthodoxa contra Arianos»: en
las obras atribuidas a S. Ambrosio («P. L.», 17,549) y a Febadio («P. L.», 20,
49).
(58) «De Genesi ad litteram liber
imperfectus», I, 1-2; «P. L.», 34, 221.
(59) «De fide liber unus», III, 25; «P. L.»,
65, 683.
(60) Esta profesión de fe, pronunciada por el
emperador Miguel Paleólogo, conservada por Hardouini y Mansi en las Actas de
este Concilio, puede verse en Denz-Sch., 851. El «C. Oe. D.» de Bolonia la
omite sin indicar la razón (en el Concilio Vaticano I el relator de la
«Deputatio fidei», sin embargo, hizo alusión oficialmente, Mansi, t. 52,. 1113
B).
(61) Sess. IX: «Bulla unionis
Coptorum, C. Oe. D.», p. 571; Denz-Sch., 1333.
(62) Denz-Sch., 1862 (falta en «C. Oe. D.).
(63) Sess. III: 'Constitutio' «Dei Filius»,
capítulo I: «C. Oe. D.», pp. 805-806; Denz-Sch., 3002.
(64) Mani, fundador de la secta, vivió en el
siglo III de nuestra era. A partir del siglo siguiente, se afirmó la
resistencia de los Padres al maniqueísmo. Epifanio consagró a esta herejía una
larga exposición, seguida de una confutación («Adv. Haer.», 66; «P. G.», 42,
29-172). San Atanasio habla de ella ocasionalmente («Oratorio contra gentes»,
2; «P. G.», 25, 6 C). S. Basilio compuso un pequeño tratado: «Quod Deus non sit
auctor malorum», «P. G.», 31, 330-354). Dídimo de Alejandría es el autor de un
«Contra Manicheos («P. G.», 39, 1085-1110). En Occidente, San Agustín, que en
su juventud había aceptado el maniqueísmo, después de la conversión lo combatió
sistemáticamente (cfr. «P. L.», 42).
(65) «Oratio, 40. In sanctum Baptisma», número
45; «P. G.», 36, 424 A.
(66) Los Padres interpretaron en este sentido
Is 14, 14, y Ez 28, 2, donde los profetas tratan de desacreditar el orgullo de
los reyes paganos de Babilonia y de Tiro.
(67) «No me digáis que la malicia ha existido
siempre en el diablo; al principio no la tuvo; se trata de un accidente de su
ser, que le sobrevino después» (S. Juan Crisóstomo, «De diabolo tentatore,
homil.» II, 2; «P. G.», 49, 260).
(68) «Quod Deus non sit autor
malorum», 8; «P. G.», 31, 345 C-D.
(69) «Oratio 38. In
Theophania», 10; «P. G.», 36, 320 C, 321 A; «Oratio 45. In sanctum Pascha»,
ibíd., 629 B.
(70) Cfr. «Supra», n. 67.
(71) «Contra Manicheos», 16: interpreta
en este sentido Jn 8, 44 («In veritate non stetit»); «P. G.», 9, 1105 C; cf.
«Enarratio in epist. B. Judae», en v. 9, ibíd., 1814 C, 1815 B.
(72) «Adversus Marcionem», II, X; «P. L.», 296-298.
(73) Ver en el párrafo siguiente el primero de
los cánones del «De Trinitate».
(74) «Apologia proph. David.», I, 4; «P. L.»,
14, 1453 C-D; «In Psalmum» 118, 10; «P. L.», 15, 1363 D.
(75) «De Genesi ad litteram», lib. XI, XX-XXI,
27-28; «P. L.», 34, 439-440.
(76) «Si quis confitetur angelum apostaticum
in natura, qua factus est, non a Deo factum fuisse, sed ab se esse, ut de se
illi principium habere adsignet, anathema sit. Si quis confitetur angelum
apostaticum in mala natura a Deo factum fuisse et non dixerit eum per
voluntatem suam malum concepisse, anathema illi. Si quis confitetur angelum
Satanae mundum fecisse, quod absit, et non indicaverit (iudicaverit) omne
peccatum per ipsum adinventum fuisse» («De Trinitate», VI 17, 1-3, ed. V.
Bulhart, «CC, SI.», 9, pp. 89-90; «P. L.», 280-281).
(77) «CSEL», XXV, 2, pp. 977-982; «P. L.», 42,
1153-1156.
(78) «De Genesi ad litteram liber
imperfectus», I, 1-2; «P. L.», 34, 221.
(79) Denz-Sch., 188,
(80) Esto es, la sexta anotación del memorial
dirigido al Papa por el obispo de Astorga, su interlocutor.
(81) «Sexta annotatio indicat eos dicere quod
diabolus numquam fuerit bonus, nee natura eius opificium Dei sit, sed eum. ex
chao et tenebris emersisse: quia scilicet nullum sui habet auctorem sed omnis
mali ipse sit principium atque substantia: cum fides vera, quae est catholica,
omnium creaturarum sive spiritualium, sive corporalium bonam confiteatur
substantiam, et mali nullam esse naturam: quia Deus, qui universitatis est
conditor nihil non bonum fecit. Unde et diabolus bonus esset, si in eo
quod factus est permaneret. Sed quia naturali excellentia male usus est, et in
veritate non stetit (Joan VII, 44), non in contrariam transit substantiam, sed
a summo bono, qui debuit adhaerere, descivit...» («Epist.», 15, cap. VI; «P. L.», 54, 683; cfr.
Denz-Sch., 286; el texto crítico editado por V. Vollmann, O. S. B., tiene
solamente variantes de puntuación).
(82) Cap. IX: «Fides vera, quae est catholica,
omnium creaturarum sive spiritualium, sive corporalium bonam confitetur
substantiam, et mali nullam esse naturam: quia Deus, qui universitatis est
conditor, nihil non bonum fecit. Unde et diabolus bonus esset, si in eo
quod factus est permaneret. Sed quia natural excellentia male usus est, et in
veritate non stetit, non in contrariam substantiam transiit, sed a summo bono,
cui debuit adhaerere, discessit» («De ecclesiasticis dogmatibus», «P. L.», 58,
995 C-D). Pero la recensión
primitiva de esta obra publicada como apéndice a las obras de S. Agustín no
tiene este capítulo («P. L.». 42, 1213-1222).
(83) «De fide seu de regula fidei ad Petrum
liber unus», «P. L.», 65, 671-706. «Principaliter tene» (III, 25, col. 683 A);
«Firmissime tene...» (IV, 45, col. 694 C). «Pars itaque angelorum quae a suo
Creatore Deo, quo solo bono beata fuit, voluntaria prorsus aversione discessi...»
(III, 31, col. 687 A); «nullamque esse mali naturam» (XXI, 62, col. 699 D-700
A).
(84) «Concilia Gallica (314-506), (CC, SL»,
148, ed. Ch. Munier, p. 165, 25-26; también en el apéndice del «Ordo», XXXIV,
en: M. Andrieu, «Ordines Rommani», t. III, Lovanii, 1951, página 616.
(85) «P. L.», 215, 1512 D; A. Dondaine, «Arch.
Fr. Pr.», 16 (1946), 232; Denz-Sch., 797.
(86) Denz-Sch., 457.
(87) Cfr. más arriba, n. 44.
(88) «P. L.», 204, 1235-1272. Cfr. E.
Delaruelle, «Dict. Hist. et Géogr. Eccl.», vol. XV, colección 754-757.
(89) «P. L.», 204, 775-792. El contexto
histórico de Italia septentrional lo describe bien el p. Ilarino da Milano, «Le
eresie medioevali» (ss. XI-XV), en la: «Grande Antologia filosofica», vol. IV,
Milano, 1954, pp. 1599-1689. La obra de Bonacursus es estudiada por el mismo
padre Ilarino da Milano: «La manifestatio heresis Catarum quam fecit
Bonacursus» «secondo il cod. Ottob. lat. 136 della Biblioteca Vaticana, Aevum.
12 (1938), 281-333.
(90) «Sed primo de fide. Contra quam proponit
sententiam falsitatis et iniquitatis dicens Deum omnipotentem sola invisibilia
et incorporalia creasse; diabolum vero, quem deum tenebrarum appellat, dicit
visibilia et corporalia creasse. Quibus predictis addit hereticus duo esse
principia rerum: unum boni, scilicdt Deum omnipotentem: alterum mali, scilicet
diabolum. Addit etiam duas esse naturas: unam bonam, incorporalium, a Deo
omnipotentem creatam: alteram malam, corporalium, a diabolo creatam. Hereticus
autem qui hoc dicit antiquitus Manicheus, nunc vero Catharus appellatur»
(«Summa contra haereticos», cap. I, EDC. Josephi N. Garvin y James A.
Corbett, University of Notre-Dame, 1958, p. 4).
(91) Este tratado, que fue descubierto y editado por primera vez por
Antoine Dondaine, O. P., ha sido publicado recientemente en su segunda edición:
«Livre des deux principes. Introduction. Texte critique, traduction,
notes et índex, por Christine Thouzallier, S. Chr., 198, París, 1973.
(92) L. c. n. 1, pp. 160-161.
(93) Ib., n. 12, 190-191.
(94) «Dominus papa, summo mane missa celebrata
et omnibus episcopis per sedes suas dispositis, in eminentiorem locum cum suis
kardinalibus et ministris ascendens, santae Trinitatis fidem et singulis fidei
artículos recitari facit. Quibus recitatis quesitum est ab universis alta voce:
Creditis haec per omnia?' Responderunt omnes: ‘Credimus’. Postmodum damnati
sunt omnes heretici et reprobate quorumdam sententiae, Joachim videlicet et
Emelrici Parisiensis. Quibus recitantis iterum quasitum est: 'An reprobatis
sententias Joachim et Emelrici?' At illi magis inalescebant clamando:
'Reprobamus' ('A new eyewitnes Account of the the Fourth Lateran Council,
publicado por St. Kuttner y Antonio García y García, en «Traditio», 20 (1964), 115-128, especialmente páginas
127-128).
(95) Sess. VI: «Decretum de iustificatione, capítulo V, «C. Oe. D.», p.
672; Denz-Sch., 1525.
(96) Sess. XIII, cap. I, «C. Oe. D.»,
p. 693; Denz-Sch., 1636-1637.
(97) Sess. VI, cap. XIII, «C. Oe. D.», página 676; Denz-Sch., 1541.
(98) Denz-Sch., 291; la fórmula será
nuevamente tomada por la sess. V, cap. 1 del Concilio de Trento («C. Oe. D», p.
666; Denz-Sch., 1511).
(99) Sess. XI: «Bulla unionis
Coptorum», (C. Oe. D.», pp. 675-676»; Denz-Sch., 1347-1349.
(100) Sess. VI, cap. I: «C. Oe.
D.», p. 671; Denz-Sch., 1541.
(101) Col. 1, 13-14, citado en el mismo decreto, cap. III: «C. Oe.
D.», p. 671; Denz-Sch., 1523.
(102) Sess. XIV: «De poenitentia», cap. I, «C. Oe. D.», p. 703; Denz-Sch.,
1668.
(103) Este rito aparece ya en el siglo III en
la «Traditio Apostolica» (ed. B. Botte, cap. 21, páginas 46-51) y en el siglo
IV, en la liturgia de las «Constitutiones Apostolorum», VII, 41, edición de F.
X. Funk, «Didascalia et Constitutiones Apostolorum», t. I, 1905, pp. 444-447).
(104) Ad gentes, nn. 3 y 14 (nótese la cita de
Col 1, 13, y el conjunto de la nota 19 del número 14).
(105) Gaudium et Spes, n. 37, b.
(106) Ef., 6, 11-12, señalado por la Lumen Gentium, 43, d.
(107) Ef., 6, 12, señalado también por la
Lumen Gentium, 35, a.
(108) Lumen Gentium, 5, a.
(109) Lc., 11, 20; cfr. Mt 12,
28.
(110) C. Vagaggini, O. S. B., «Il senso teologico della liturgia. Saggio di
teologia liturgica generale», Roma, 1965, 4, cap. XIII, «Le due città, la
liturgia e la lotta contro Satana», páginas 346-427; Egon von Petersdorff, «De
daemonibus in liturgia memoratis. Angelicum», (1942), pp. 324-339;
«Daemonologie», I. «Daemonen in Weltlan», II. «Daemonen am Werk», Munich,
1956-1957.
(111) Léase el «Ordo excomunicandi et absolvendi», y especialmente la larga
admonición «Quia N. diabolo suadente...», «Pontificale Romanum», segunda ed.
Ratisbona, 1008, pp. 392-398.
(112)) Citamos de la oración «Commendote...» «Ignores
omne, quod horret in tenebris, quod stridet in flammis, quod cruciat in
tormentis, cedat tibi teterrimus satanás cum satellitibus suis...».
(113) Así está establecido en el n. IV del
«motu proprio» «Ministeria quaedam»: «Minsteria in tota Ecclesia latina
servanda, hodiernis necessitatibus accomodata, duo sunt, 'Lectoris' nempe et
'Acolythi'. Partes quae hucusque Subdiacono commissae erant, Lectori et
Acolythae concreduntur, ac proinde in Ecclesia Latina ordo maior Subdiaconatus
non amplius habetur. Nihil tamen obstat, quominus ex Conferentiae iudicio,
Acolythu alicubi etiam Subdiaconus vocari possit» («AAS, 64 (1972), página 532). De este modo se suprime
el exorcistado y no está previsto que los relativos poderes puedan ser
ejercitados por el lector o por el acólito. El «motu proprio» declara solamente
(p. 531) que las Conferencias Episcopales podrán solicitar para su región los
ministerios del «Ostiario», del «exorcista» y del «catequista».
(114) El paso a la forma deprecativa se ha
realizado solamente después de «experimentos», seguidos a su vez por
reflexiones y discusiones en el «Consilium».
(115) «Ordo initiationis christianae
adultorum», ed. typ., Roma, 1972, nn. 101, 109-118, páginas 36-41.
(116) Ibíd., n. 25, p. 13; y nn. 154-157,
página 54.
(117) Así fue desde la primera edición: «Ordo
Baptismi parvolorum», ed. typ. Roma, 1969, página 27, n. 49 y p. 85, n. 221; la
única novedad consiste en que este exorcismo es deprecativo, «Oratio
exorcismi», y que a éste le sigue inmediatamente la «unctio praebaptismalis»
(ib. n. 50); pero los dos ritos, exorcismo y unción, tienen cada uno la propia
conclusión.
(118) En el nuevo «Ordo Paemtentiae», ed. typ.
Roma, 1974, nótese, en el II apéndice la oración «Deus humani generis
benignissime conditor (pp. 85-86), que, a pesar de ligeros, retoques, es
idéntica de la «Oratio reconciliationis poenitentium» del Jueves Santo
(«Pontificale Romanum», Ratisbona, 1908, p. 350).
(119) «Ordo unctionis infirmorum eorumque
pastoralis curae», ed. typ. Roma, 1972, p. 33 número 73.
(120) Ib., p. 34, n. 75.
(121) «Padre nostro... liberaci dal male».
Alocución en la audiencia general del 15 de noviembre de 1972 (Pablo VI,
«Enseñanzas al pueblo de Dios», -1972, pp. 183-188). El Santo Padre había
manifestado la misma inquietud) en la homilía del 29 de junio precedente: «Ser
fuertes en la fe» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, de 9 de julio
de 1972, páginas 1-2).
(122) «De diabolo tentatore», homil. II, «P.
G.», 49, 259.
(123) 1P 5, 8.
(124) Pablo VI, ibíd.
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